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‘Mi amigo Fausto y los zorros polares’, por M. J. Polvorilla

zorro polar Fausto

‘Mi amigo Fausto y los zorros polares’


Fausto es un hombre de campo. Nació hace bastantes berreas en el chozo que tenía su padre orilla de «La Loma del Medio». Desde chico trabajó duro; eran tiempos difíciles. Aprendió a leer en la escuela, y las cuatro reglas en el servicio militar. No conoce internet. Tampoco usa teléfono móvil.

Pero, en cambio, posee una cabeza privilegiada; es avispado, inteligente y, aunque no tiene estudios, sabe usar el sentido común, cosa que ha aprendido observando la naturaleza y que me enseña con sus peculiares refranes: «A caza movía no vayas otro día», «Donde salta la cabra, salta la chiva», «Cuando marzo mayea, mayo marcea»… Y me los compara con la gente y con las cosas de la vida.

Admiro a Fausto. Puedo decir que me he criado a su vera cuando, los fines de semana, puentes y veranos me reunía con él en el campo, me llevaba al «alcornoque gordo» donde una pareja de torcaces estaba criando dos pollos. Me mostraba dónde tenía la «zorra manca» la madriguera. Medía los pasos a una pareja de corzos, tan escasos en aquellos años… Siempre hemos tenido mucha complicidad; con una mirada nos entendíamos a la perfección. Hace las labores que se necesiten, pero ante todo es guarda de caza.

El caso es que un verano se le estropeó la televisión a nuestro amigo y, como los días son tan largos y hasta que el sol no anda medio tapado no salimos por ahí para evitar el tremendo calor, hablé con mi padre y le regalamos una nueva y, de paso, le pusimos una antena digital para que pudiera seguir los toros, su otra afición más desmedida.

Al pobrecillo se le saltaron las lágrimas cuando vio el regalo. Lo de la antena no le hizo tanta gracia, ya que tantos botones juntos y que aquel aparato no usara «gas-oil» le hacían rehusar de aceptarlo. Finalmente, le expliqué más o menos cómo iba aquel trasto (confieso que yo tampoco tenía mucha idea) y, como he dicho que Fausto es de campo, pero a la vez avispado, lo pilló a la primera…

Cuál fue mi sorpresa al día siguiente que, al ir a tomar el obligado café a su casa después de comer, me lo encuentro con «la digitá» y viendo todo tipo de documentales. Entré y le saludé. Él no respondió. Estaba atónito viendo cómo una liebre ártica escapaba de las fauces de un gran zorro… «Coño, ¡cómo corren esos bichos!», exclamó…

Esperando la temporada

Pasaron los días. La temporada de caza entraba en aparición. Organizamos una montería familiar en la que todos los amigos nos reuníamos y el buen ambiente estaba asegurado. Una de mis primas trajo unas niñas monísimas, de esas que llaman la atención. Me preguntaron si podían acompañarme. Por supuesto, no oculté el gusto que para mí era, pero el hecho de que calzaran en una montería «botas de tacón de aguja» y perfumes más que de sobra notables me hizo pensarlo… Pero, bueno, era una oportunidad, con aquellas dos jóvenes yo era la envidia de la mañana…

Los todoterreno estaban preparados para llevarnos a los puestos. Como a mí me tocó fuera de la mancha, en un paso en el que había que conocer la zona, fui con Fausto en su Land Rover, con las dos chicas detrás. Mi compañero, aunque inteligente y pícaro, tiene un acento y un vocabulario al que es difícil acostumbrarse, y las dos rubias, tan delicadas y monas, también. Eran los dos cabos de una cuerda y yo la controlaba, porque tuve que traducir las preguntas de unos a otros… La verdad es que el asunto me divertía bastante y confieso que el acento que me resultaba más complicado de comprender era el de las dos damiselas que me acompañaban, mezcla de castellano antiguo, francés y barrio de Salamanca…

Al llegar al puesto me apeé y me senté bajo un gran alcornoque mientras mi compañero bajaba los trastos. El guarda abrió la puerta trasera del todoterreno y tendió, educadamente, la enorme mano llena de callos a una de nuestras acompañantes. Ella la tomó encantada y, mientras sonreía, parecía decir: este hombre, aunque parece brutísimo, es muy educado… Cuando sus extremidades se tocaron, Fausto dio un tirón fuerte mientras decía: «¡Venga pa´bajo!». La pobrecilla salió del Land Rover casi volando… literal. De nuevo, tendió la mano a la otra rubia, pero ésta sonrió y bajó rápidamente sin su ayuda. Reconozco que, en esos momentos, me estaba riendo para mis adentros. Pero lo mejor acababa de empezar…

Mi fiel amigo sacó el rifle, el morral… De pronto, una de las princesitas dijo con su acento más profundo, fino y, casi me atrevo a decir, con términos en otro idioma: «Perdone, señor, ¿me puede dar mi ‘forro polar’?», todo esto dicho de una manera que, repito, a mí me costó casi entender. No hablemos del aludido…

Fausto no acertaba a comprender… Me miró y me encontró haciéndome el loco. Entonces, se introdujo en el amplio maletero y sacó la vara que tengo para apoyarme cuando disparo lejos. Nuestra Dulcinea, con cara de circunstancia, de nuevo, insistió: «Perdone, ‘señor campesino’, ¿me puede dar el ‘forro polar’? It´s colt here!».

Fausto me miró de nuevo, como pidiendo mi ayuda. Me limité a seguir riendo mientras extendía mis brazos en señal de no tener ni idea (aunque confieso que ya la había entendido… pero quería ver como mi amigo «lidiaba» a aquel «Miura»). El guarda, de nuevo, introdujo medio cuerpo en el maletero y sacó, esta vez dos sillas de caza. La de los pies delicados y finos, en un último intento, justo antes de estallar, le replicó: «Perdone, ¿¿está usted riéndose de mí?? ¡¡¡Sólo quiero mi ‘forro polar’!!!».

Por última vez, y sin reparar en mí, el aludido sacó la rueda de repuesto con la llave inglesa y se la mostró a la joven. Ante la cara de anonadamiento como respuesta, finalmente me miró, con los ojos llenos de nerviosismo y su cara agrietada, y giró violentamente cerrando de un gran portazo la puerta trasera del maletero del Land Rover. Se fijó tajantemente en las del tacón de aguja y gritó: «¡¡¡Cagüen dié!!! ¡¡¡¿¿Pero los ‘zorros polares’ esos no son blancos??!!!».

En estas me incorporé para disparar sobre una pelota de ciervas que se vaciaba de la mancha con el jaleo de todos, pero fui incapaz debido a que se me caían las lágrimas de la risa… La montería había comenzado y mis dos acompañantes habían aprendido que los ‘zorros polares’ son blancos y Fausto, que se recuperaba del sofocón, se juró que nunca más acompañaría a nadie que llevara al puesto animales de otro país, ya que con las ginetas y las águilas sus gallinas ya estaban suficientemente amenazadas… ¡Literal!


Por M .J. «Polvorilla»

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