El pasado domingo, una racha de aire fresco cruzó Madrid de sur a norte.
Durante unas horas, el eje Recoletos-Castellana abandonó su sombrío hastío de gris asfalto, reverdeciendo bajo los pies del campo español, el aire se aromó de espliego y mejorana, de jara y de romero, de salitre y esperanza.
Una pareja de azulones llamó mi atención mientras daba vueltas en torno a la multitud que se apiñaba en la puerta del Jardín Botánico, como si vinieran a recibir a esos personajes sobradamente familiares que siempre atisban en sus vuelos por los campos y rincones de la vieja y ajada piel de toro, celebrando que ese día la capital de España dejara de ser ese impersonal amasijo de cemento, cristal y hierro.
Quizás la casualidad quiso que la marcha del 3 de marzo comenzara donde antaño una sucesión de prados surcados por el arroyo de la Castellana, encajaban el camino que conducía desde prado de Atocha al prado de san Jerónimo, bordeando las numerosas huertas situadas a los pies de la colina donde se alzaba el monasterio del mismo nombre.
Casualidad o no, el lugar fue invadido por los que otrora fueran sus moradores: agricultores, ganaderos, cazadores, pescadores, gentes del rural de todo oficio y condición. Que allí se dieron cita una mañana de domingo, para en un amable y largo paseo, recordar a los habitantes de las grandes urbes, que no todos los ombligos viven en la grandes ciudades, que el rural, también existe.
Que el Mundo Rural, ese gran desconocido, existe y no es ajeno a problemas. Problemas a los que el mundo urbano da la espalda, y no por ignorados menos importantes; muy al contrario los problemas de Rural son capitales, pues la despensa de las ciudades no se llena con productos financieros, el sector primario no trabaja a golpe de teclado ni en cómodos locales ni oficinas al pie de una boca de metro.
El sector primario, ese que tiene como escenario el Mundo Rural, se levanta al alba y se acuesta al ocaso, traga polvo y, en muchos casos, el pueblo no tiene un bar donde apagar la sed y dar el merecido descanso a la jornada, en una animada charla en torno a unos chatos de vino, obligando a cientos, que para gozar de ese nimio lujo habrán de recorrer algunos kilómetros, hasta el pueblo de al lado, ese privilegiado, que aún alberga suficiente paisanaje para tener un bar, una escuela y los domingo misa de doce. Y, con suerte, ¡hasta una botica!, donde comprar los mejunjes que el médico receta una vez a la semana durante las dos escasas horas que dedica a las docenas de pueblos de la comarca. Ese que ya no atiende partos, ya no cura las rodillas descarnadas de los chavales que juegan al fútbol en la plaza… pues, en la inmensa mayoría, ya no hay chavales en los pueblos y apenas mujeres en edad de merecer. Sólo un puñado de ancianos que se aferran a su terruño y que, de vez en cuando, los más afortunados, durante algún fin de semana y con suerte el mes de agosto, reciben la visita de aquellos a los que la falta de oportunidades y las políticas desacertadas, obligaron a la diáspora.
Los actores del rural fueron tomando posiciones, tras un alargado cartelón, que, en grandes letras verdes, acuñaba en una sola frase las mil y una razones que motivaban su presencia en «el camino de la Castellana»: EN DEFENSA DEL MUNDO RURAL Y SUS TRADICIONES. Esa frase que meses atrás fue consensuada por aquellos que se decían sus paladines, y que por fin vería la luz, para el regocijo de tantos y la desesperación de algunos.
Tras esa llamada al respeto, que clama la complicidad del mundo urbano hacia los problemas del rural, se van sucediendo otras tantas, y tras ellas entremezclados, «todos a uno», como en Fuenteovejuna: agricultores, cazadores, ganaderos, pescadores… Hombres y mujeres, marchando orgullosos de sus raíces, de sus tradiciones, de su forma de vida; exigiendo un mayor conocimiento y compresión de su naturaleza, solicitando a una sociedad embebida en absurdos chats dirigidos por falsos e ignorantes gurús de lo ético y lo moral. Falsarios desconocedores de la realidad del campo español que, agazapados tras la pantalla de un ordenador tratan de imponer falaces mantras, a una sociedad, cuyos miembros más jóvenes, jamás han olido el perfume de la hierba recién segada, oído el bramar de la berrea o el cristalino transcurrir de un arroyo de montaña; que jamás se han embriagado con el aroma de la tierra recién mojada tras el chaparrón estival que devolverá la vida y dará una tregua al estío.
Parafraseando a Enrique V: «Nosotros pocos, nosotros felizmente pocos, nosotros, una banda de hermanos», arropados por algunos políticos comprometidos, conseguimos recabar la atención de la ciudadanía y los medios de comunicación, y hacer llegar nuestro mensaje a cada rincón de cada casa de nuestro amado solar patrio, en un esfuerzo común de todos aquellos que amamos el rural, recorriendo una vez más las sendas abiertas por aquellos que nos precedieron, en un ejercicio ejemplar de democracia y solidaridad, al son de las caracolas.
Pero, como siempre, esta tan solo es mi opinión, y, por lo tanto, equivocada.