No todo vale. Puedo entender que haya personas a las que, además de no gustarles la caza, no nos entiendan –a los cazadores– y que tampoco comprendan como podemos sentir la pasión que sentimos por la caza. Entiendo, también, que les pueda dar pena que disparemos sobre un animal y que esto –la muerte de la presa– les provoque rechazo. Son sentimientos y actitudes razonables, aunque en absoluto las comparta, todos tienen el derecho a hacerlas suyas… el mismo que tengo yo a cazar.
El fanatismo –«No poder cambiar de opinión y no querer cambiar de tema», dijo Churchill–, la obcecación, la estrechez de miras, son síntomas inequívocos de estupidez. Intentar buscar la objetividad cuando discutimos sobre un asunto con quien piensa lo contrario que nosotros, implica inteligencia.
Los hechos son opinables, no discutibles. Si dejamos al margen los sentimientos que en unos y otros pueda provocar cuando hablamos de caza, si tenemos en cuenta cifras, datos, y estadísticas, si intentamos formarnos un criterio sensato en base a hechos contrastados y asumimos –nos guste o no– una realidad palpable, llegaríamos a la conclusión que la caza es, hoy por hoy, del todo imprescindible para el equilibrio ecológico.
Cuando en el territorio de una nación se prohíbe la caza, pueden ocurrir dos cosas, que dependerán de si el país del que se trate está desarrollado o no. Si hablamos del primer supuesto, prohibición absoluta de cazar –nos referimos siempre a la caza reglamentada, con cuotas resultantes de la aplicación de criterios científicos, respetando los periodos de veda para favorecer la reproducción y con ella el mantenimiento de las especies– en un país desarrollado, lo que va a suceder es que las poblaciones de animales que no tengan predadores encargados de regular su número, se dispararán hasta límites insostenibles.
Invadirán biotopos de otras especies alterando el equilibrio natural, proliferarán enfermedades –como la sarna– que se propagarán como la pólvora, aprovechando las densidades exageradas de individuos débiles y desnutridos, se agotarán los recursos que tendrían que mantener a otras especies provocando la eliminación de uno –da igual cual sea– de los eslabones de la cadena trófica, lo que supondrá una fatalidad irrecuperable para todo el resto.
Para evitar el desastre, al no existir una actividad cinegética que regule las poblaciones de animales, tendrían que ser los funcionarios los que se encargasen de ‘fusilar’ a los sobrantes. Ya no se trataría de caza, sería pura y llanamente ‘eliminación’. Los animales no tendrían opción ni se seleccionaría a los individuos ni se respetarían vedas. Esto no es ciencia ficción, ya ha ocurrido en Cantabria con los rebecos y en Sierra Espuña (Murcia) con los arruís. La prohibición a los cazadores la acaba sufriendo la fauna afectada y el bolsillo de los contribuyentes –en lugar de ingresar cuantiosos recursos, hay que pagar el trabajo extra de los forestales–.
Si la prohibición cinegética se llevase a cabo en un país subdesarrollado, entonces la hecatombe sería irreversible.
Allí, lo que sucedería, como ya sucede por ejemplo en Kenia, es que, ante la imposibilidad, humana, técnica y económica, por parte de las autoridades de mantener la seguridad y a salvo la vida de los animales salvajes, el peor de los enemigos de la sostenibilidad de la fauna, el verdadero cáncer de la ecología, el furtivismo, se instalará, primero, y se reproducirá en malignas e incontenibles metástasis, después, hasta desolar, arrasar y asesinar al último de los seres vivos, pequeños o grandes, que le pueda proporcionar cuatro centavos con los que engañar a la miseria que le corroe.
Esto, son hechos, como dije, opinables, no discutibles. Lo otro, las calumnias contra la caza y los cazadores, son bulos, que no deben propagar, mentiras, en las que no deben creer, y manipulaciones, en las que no debieran caer.
por Alberto Núñez Seoane