Capítulo III: Matoshe, el pistero
El masai es orgulloso, conoce, defiende y ama su tierra. El ganado es el eje alrededor del que gira la vida económica y social de esta tribu legendaria. El hombre masai se puede a casar con todas las mujeres que quiera, a condición que tenga suficientes vacas para mantenerlas, a ellas y a sus hijos. Esto no implica que la mujer, que pasa a ser ‘propiedad’ del marido, no pueda mantener relaciones sexuales con otros hombres del poblado, esta conducta no se considera inmoral en absoluto.
En tiempos, la caza, además de demostrar el valor y las aptitudes de los hombres de la tribu, era imprescindible para preservar sus territorios y mantener con vida al ganado. Hoy, la escasez de animales salvajes en los lugares en los que viven, apenas si hace necesaria la actividad cinegética como medida de control de predadores peligrosos. Sin embargo, los siglos durante los que cientos de generaciones, que dominaron esa parte del corazón de África, que fue suya, sobrevivieron gracias a la caza, han marcado su ADN, dotando al masai de unas cualidades para el ejercicio cinegético, difíciles de igualar.
Matoshe, el mayor de los masais que formaban la partida de caza, fue nuestro pistero jefe. Este hombre enjuto, de apariencia frágil, discreto y poco hablador, tenía por actitud la calma, la paciencia como método y la perseverancia por costumbre. Sus habilidades para descubrir un animal oculto, encontrar una huella perdida, o seguir el rastro de una pieza herida, eran, sencilla y llanamente, espectaculares, y él, aunque no presumía de ello, al menos delante de nosotros, lo sabía.
Las aguas de la vida
La estación seca se terminaba. Me gusta cazar la sabana del cono sur en estas fechas –la escasez de agua hace más fácil localizar ciertos animales, obligados a acudir a los pocos sitios donde pueden beber– e intento apurarlas, pero tratando de no arriesgar para que no me pillen las lluvias.
Algunos chaparrones tormentosos nos sorprendieron varios de los días en los que estuvimos cazando, en alguna ocasión, algunos volvieron completamente ‘sopas’ al campamento. Gajes del oficio, y de ir en la parte de atrás del coche, claro.
“Los siglos durante los que cientos de generaciones, que dominaron esa parte del corazón de África, que fue suya, sobrevivieron gracias a la caza, han marcado su ADN, dotando al masai de unas cualidades para el ejercicio cinegético, difíciles de igualar”
En una de nuestras interminables rutas por las arenas del cauce seco del Mbarangandú, tras un apasionante día de caza, nos sorprendió un espectáculo que nunca había tenido ocasión de contemplar en persona: las primeras aguas de la estación lluviosa corrían serpenteantes a nuestros pies, empapando la maleza achicharrada por el sol durante meses y haciendo ‘hervir’ una arena apagada y sedienta. El ciclo inmutable de la Naturaleza haría revivir semillas y animales entumecidos, enterrados a la espera de un poco de humedad.
En unas semanas, aquellas hermosas tierras, resecas y marchitas, cambiarían su aspecto para transformarse en una nueva maravilla, diferente, más viva, rebosante de color. Fue emocionante, mucho… fue como ver nacer un río, el Mbarangandú –eje central de las tierras que estábamos cazando–, que vierte sus aguas, cuando las tiene, en el Luwegu, el cual, junto al Kilombero, desemboca en el río Rufiji, curso de agua que muere en el Pacífico formando un delta que riega el bosque de manglar más extenso del planeta.
Fueron muchos días los que usamos el cauce seco del río parar acercarnos a los lugares querenciosos para los animales o regresar a casa, y rara era la ocasión en la que no tropezábamos con un chacal (Canis mesomelas), no sé si era el mismo, pero siempre aparecía en el mismo recodo.
En una de esas jornadas en las que la suerte no nos había sido favorable, la acostumbrada aparición del cánido me daba la oportunidad de ‘alégrame el día’, y traté de aprovecharla.
La Virgen de la Cabeza
Era un disparo de esos que se disfrutan: sin presión, sin agobio, a una distancia retadora, 248 metros… Me tumbé sobre la arena, aún caliente por la implacable solanera soportada desde el amanecer, me puse cómodo y me recreé en el lance.
El animal nos había visto, pero la distancia le hacía sentirse seguro y no huyó. Daba unos pasos, se detenía, husmeaba, y vuelta a empezar. La secuencia de sus movimientos era irregular, por lo que la mayor dificultad era la de prever el tiempo suficiente para poder apuntar, en condiciones, mientras permaneciese parado. El problema era que cuanto más tiempo tardase en acoplarme a sus desplazamientos, más se alejaba. Un chacal tiene un cuerpo relativamente pequeño y la distancia, sin ser un mundo y dadas sus dimensiones, era considerable.
Después de la tercera tanda de movimientos repetidos, no sé a qué distancia estaría –puede que unos 30 o 40 metros más lejos–, me decidí a aguardar su siguiente parada para dispararle. Apuntaba al centro de su cuerpo –para intentar no causar demasiado destrozo–. Adelantando la imagen en mi cabeza a las pautas que el chacal había repetido las tres veces anteriores, traté de acomodar el tiro al segundo que siguiese a su próxima parada. Cuando lo hizo, apreté el gatillo. El animal no cayó. Dudaba sobre si lo había atravesado, y se desplomaría enseguida, o si había fallado. El polvo que levantó el impacto del proyectil al incrustarse en la tierra, por detrás del chacal, no me lo aclaraba, pero Matoshe, sí. «¡Otra vez, bwana!», me quedó claro. Cuando escuché al masai, el rifle ya estaba cargado de nuevo, el instinto montero de tantos guarros tirados a la carrera no me dejó pensar, sencillamente, se apoderó de mí y me llevó. Segundo tiro, otro fallo. Tercer tiro: la Virgen de la Cabeza se me apareció y el ‘lomo negro’ cayó rodando. Les puedo prometer, y les prometo, que, además de la alegría de haber tumbado al chacal, los saltos de entusiasmo y aprobación que daba Matoshe ante aquel acierto sorprendente –y, sin duda, fortuito– me supieron a gloria bendita.
“Todo el tiempo que dediquemos tendrá razón de ser, porque dar caza a un leopardo africano, en mi opinión, el espíritu felino, por definición, es una sensación que no tiene igual. Habrá otras, muchas, puede que más intensas –no lo sé–”
Hipo fantasma
Uno de los animales que estaban en mi lista era el hipopótamo. He tenido la fortuna de haberlos cazado en Uganda, Zambia, Mozambique, Camerún y Malawi, pero, si me permiten la expresión, ¡no tengo hartura! Estos poderosos, bravos e impredecibles animales, me entusiasman, también me han hecho pasar por algunos de los momentos más peligrosos que he vivido en África, sí, pero me entusiasman.
Habíamos visto muchos en un recodo del río que conservaba agua suficiente, pero no encontramos ningún macho con trofeo suficiente. Sin embargo, Matoshe decía que en una de las escasas zonas frondosas que quedaban en esta época del año en las riberas que frecuentábamos, solían verse buenos ejemplares aislados, tal vez tendríamos suerte…
Como casi siempre ocurre en África, la ‘media hora’ está muy, muy lejos. ‘El paseíto’ del masai se convirtió en una caminata implacable: casi tres horas hundiendo las botas en la arena…
Cuando estábamos llegando, descubrimos huellas, al parecer, muy frescas de hipo. Todo indicaba que se ocultaban en un macizo de cañizos. Adentrarse allí sonaba a locura y sólo entramos Matoshe, François y yo. Allá anduvimos comidos por los mosquitos, ‘apaleados’ por las cañas y con el barro hasta las rodillas. Nos dimos un buen tute, pero… ni rastro del ‘hipo’. Al parecer no eran tan frescas como habíamos supuesto y, probablemente, hacía horas que se habría marchado.
El espíritu felino
Al día siguiente de haber cazado la cebra (capítulo anterior), reservamos los dos cuartos traseros para colocar sendos cebos al leopardo.
Prácticamente todos los días encontrábamos huellas recientes del felino en la arena del río, si bien, hasta entonces, ninguna del tamaño adecuado. Pero esa mañana sí dieron la talla y colgamos ambas patas, separadas por un kilómetro, en dos grandes árboles que crecían en el margen del lecho arenoso. A partir de entonces… ya saben, había que reservar tiempo cada día para comprobar si el leopardo había tomado el cebo, algo que condiciona la cacería pero que hay que hacer. Sin embargo, tengan por seguro que cualquier esfuerzo que hagamos estará más que justificado, todo el tiempo que dediquemos tendrá razón de ser, porque dar caza a un leopardo, en mi opinión, el espíritu felino, por definición, es una sensación que no tiene igual. Habrá otras, muchas, puede que más intensas –no lo sé–, puede que más exclusivas –tampoco lo sé–, puede que más emocionantes –sigo sin saberlo–, dependerá de las circunstancias y de cada cual, pero, para un cazador con sangre en las venas y la ilusión en África, el leopardo es especial.
No podría calcular los miles de veces que he revivido el lance en el que cacé el primero de estos gatos. Han pasado muchos años desde aquella tarde en la que disparaba sobre uno de éstos magníficos animales, a orillas del Lugenda, en la norteña provincia de Cabo Delgado, Mozambique. Se me saltaron las lágrimas entonces y se me hace un nudo en la garganta ahora… ¡incomparable!, ni mejor ni peor, ¡incomparable! Los cazaría más adelante en Zimbabwe, Namibia y Zambia, ahora iba a por el del Selous.
El león seguía sin entrar al cebo. Elefantes, sólo hembras con crías y algún jovencito. Búfalos, eso sí, muchos, todos los días, ¡y buenos!
El leopardo no me preocupaba demasiado, raro sería que con la cantidad de huellas no diéramos con algún buen ejemplar, pero nunca se sabe, el resultado de toda cacería depende de tres tipos de factores: los que podemos controlar, los que nos controlan, y la suerte. En fin…
Tanto por ciento de confianza…
Aquel río, ahora de arena, no dejaba de darme sorpresas. Allí vi leones, elefantes, búfalos, hipos, hienas, chacales, impalas, multitud de aves… y aún me aguardaban más sorpresas, como la que me dieron los gansos egipcios (Alopochen aegyptiacus), especie abundante en la zona y, ya ven, la insistencia de una parejita en visitar una de las escasas charcas que quedaban, le costó, a uno de ellos, un serio disgusto.
Después del reto de las gallinas de Guinea que, como conté, le iba a costar a Kuná tener que comer pescado, cosa que odiaba, Matoshe se sintió con ganas de envidarme a ‘chica, pares, juego’ y… los gansos. La verdad es que no necesitaba ninguna apuesta para animarme a cazar una de estas hermosas aves, así que me dispuse a probar suerte con una de las dos que teníamos delante.
“Sin el dinero que la caza proporciona, estas tierras de leyenda serían pasto de furtivos asesinos, espejo de la más absoluta desolación y tumba de especies que no hubiésemos podido preservar”
Sentirte ‘compenetrado’ con tu rifle, haberlo ‘acariciado’ muchas veces y en variopintas ocasiones, haber acertado y fallado con él, quererlo… es esencial para llegar a adquirir la seguridad imprescindible que se necesita al hacer frente, con un mínimo de posibilidades, al reto que supone la caza en determinadas circunstancias, muy distintas y cambiantes, a las que te has de enfrentar cuando cazas por el mundo… No es lo mismo fallar un guarro en una montería que hacerlo con un carnero en la montaña, un bongo en la selva ecuatorial o un leopardo en África. Las posibilidades de tener una segunda oportunidad, en ocasiones, se reducen al mínimo, es por eso que hay veces en las que el error puede llegar a convertirse en desastre. Evidentemente, éste no era el caso. Fallar el tiro a un ganso no supone ninguna frustración, más allá de la que sentimos los cazadores hasta cuando se nos va, ‘sin tocar’, cualquiera de los muchos humildes y escurridizos zorzales con los que a menudo fracasamos. Me refiero a esa ‘porción de seguridad’, llamémosle así, que debes sentir cuando te dispones a disparar sobre una pieza, cualquiera que esta sea. Diría que, salvo circunstancias en las que es obligado, nunca deberíamos apretar el gatillo sin un cierto tanto por ciento de confianza en que vamos a dar en el blanco.
Así me sentí, seguro, cuando metí en la cruz de la mira la parte alta del lomo del ganso, que nos miraba desde 183 metros más allá. Apreté el gatillo y se unió Matoshe a la convidá a pescaito que a él y a Kuná les esperaría en el campamento.
Manadas de licaones
Gracias, como no, a la caza, al trabajo de vigilancia de guardas y profesionales contra los furtivos criminales, al respeto de los cazadores a las especies en peligro cierto, no inventado, de extinción, y a los ingentes recursos que la actividad cinegética genera, permitiendo la inversión necesaria para salvaguardar espacios naturales y garantizar la sostenibilidad imprescindible y la biodiversidad necesaria, hasta en los lugares más recónditos del planeta; gracias a la caza, decía, pude disfrutar, como tantas otras, de una experiencia que, hasta entonces, sólo había visto en los documentales televisivos: los licaones.
El perro salvaje africano o licaón (Lycaon pictus) es curioso y especial. Vive en manadas de hasta 30 o 40 individuos, cazan en grupo de modo coordinado y a veces se diría que hasta planificado. Su porcentaje de éxito es, con mucho, el más alto del Reino Animal: nueve de cada diez cacerías terminan con éxito.
El perro salvaje estuvo al borde de la extinción. El hombre, no el cazador, fue el responsable –¡cómo no!– de lo que estuvo a punto de convertirse en tragedia. La reducción del hábitat que necesitan para cazar, sobrevivir y procrear –puede llegar a los 200 km2 por manada, dependiendo de los ejemplares que la compongan– a cuenta de la extensión de la agricultura incontrolada, y la trasmisión de enfermedades, como la rabia, por perros domésticos, casi acaban con esta maravilla. Por fortuna, la existencia de parques nacionales, a salvo de la agricultura y la ganadería extensiva y abusiva, y las grandes áreas de caza, alejadas de la civilización y protegidas por profesionales que las trabajan, han permitido que la población de estos animales esté en franca recuperación. De los seis mil ejemplares que se calculaba –con todos mis reparos sobre el número– que había, dicen, hace unos diez años, hoy el número se ha multiplicado por cuatro y, aunque no es suficiente para cantar victoria, el funesto fantasma de la extinción se ve cada vez más lejos. Sin cazadores en el Selous no habría podido regocijarme con las manadas con las que nos encontrábamos casi todos los días. Sin el dinero que la caza proporciona, estas tierras de leyenda serían pasto de furtivos asesinos, espejo de la más absoluta desolación y tumba de especies que no hubiésemos podido preservar. Tan cierto como se lo estoy contando.
Hartebeest de Liechtenstein
Era temprano, el alba nos pilló en mitad de un arenal, el cielo amenazaba agua… caminábamos. Matoshe se detuvo, todos hicimos lo propio. A lo lejos, dos figuras rompían la monotonía del horizonte: eran búbalos –hartebeest– de Liechtenstein (Alcelaphus buselaphus lichtensteini). La cuota me permitía tirar dos ejemplares, así que tras asegurarnos que el trofeo de uno era superior al que ya habíamos cazado, nos pusimos manos a la obra.
Abandonamos el cauce del río y nos internamos en la maleza que lo flanqueaba por el margen más alejado al lugar en el que pacían los antílopes; de este modo, nos ocultaríamos a su vista y nos podríamos acercar a distancia de tiro. Todo el grupo caminó un buen rato, hasta que el pistero jefe, no sé como sabía dónde estábamos, consideró que debíamos seguir sólo tres: el profesional, él y yo. Unos cinco minutos más tarde nos asomábamos de nuevo a las arenas. Un par de cientos de metros adelante, los dos búbalos caminaban… ¡hacia nosotros!
Me acomodé entre los arbustos y metí al animal en la mira. Continuaba acercándose a nuestra posición. Si decidí esperar fue por tratar de asegurar el tiro, el pecho –único blanco ‘bueno’ que me ofrecía– no era complicado de alcanzar, pero mientras la distancia entre él y yo siguiese acortándose… Se paró a menos de cien metros, a partir de entonces, sólo aguardé a que se colocase de costado para dispararle al codillo. Cuando se puso de lado, dejé que el 8 hiciese su trabajo.
El resto del grupo se nos unió después de oír el disparo. Todos juntos fuimos hasta el animal abatido, nos felicitamos por la calidad del trofeo y por la habilidad del pistero.
Pero Matoshe no había acabado su trabajo matutino. Acabábamos de cargar el animal en el coche, cuando nos manda callar. Algo, que no entendí, comentó con Nanina, después habló con François y éste pronunció una de las palabras que estaba deseando escuchar: ¡eland!
Eland de Patterson
Muy, muy lejos –me costó distinguirlo con los prismáticos–, un impresionante eland de Patterson (Taurotragus oryx pattersonianus) o eland del África oriental, devoraba los frutos –las beans– que habían caído de un árbol, justo en la linde entre la vegetación y la arena.
Dejamos el coche donde estaba y nos metimos en la espesura. El plan era llegar lo más cerca posible, en la misma orilla del río, para poder disparar. Era imposible hacerlo desde el interior, el animal estaba demasiado pegado a la maleza y esto nos obligaría a salir a pocos metros de su posición… sin duda nos delataríamos antes de conseguirlo.
No sé el tiempo que estuvimos caminando, lo hacíamos muy despacio, intentando hacer el menor ruido posible. En un momento dado, Matoshe volvió a indicar al grupo que se quedasen donde estaba y los mismos tres que nos habíamos acercado al búbalo, nos dirigíamos ahora hacia la arena. Bajar hasta ella, en silencio, fue difícil. Había un terraplén cubierto de cañizo muy apretado, que nos obligó a hacer malabarismos, no ya para no armar cierto escándalo, que lo hicimos, si no para no caernos y terminar de liarla.
Cuando por fin lo conseguimos, nos colocamos tras un árbol caído sobre la arena. Supuestamente el eland debía estar a pocos metros por delante de nosotros, pero no se veía nada. Esperamos un rato, hasta que Matoshe, indicándonos que nos quedásemos donde estábamos, se escurrió entre la vegetación en dirección al animal, y desapareció de nuestra vista.
El tiempo parecía haberse detenido, los nervios, no. Tampoco sabría decirles si fueron unos pocos minutos o unas decenas de ellos los que pasaron hasta que la pequeña cabeza del gran masai apareció por donde se había marchado.
Sin pronunciar palabra, pero con gestos suficientemente claros, nos explicó que el mayor de los antílopes africanos, ése que recechábamos, estaba a escasos veinte metros, tapado por la vegetación, en el mismo lugar donde él lo descubrió.
“Casi cualquier animal salvaje africano, más aún el prodigio de fortaleza y agilidad que es un eland, podía aguantar días o semanas herido de muerte si el tiro estaba colocado en algún mal lugar del vientre, por no hablar de lo peor”
Pensaba, nos dijo, que no se iba a acercar más, porque, para hacerlo, tendría que sortear una acumulación de maleza muy espesa que lo obligaría a ponerse al descubierto, y no haría eso, así que, como desde donde estábamos no lo veíamos, la única alternativa era avanzar hacia él.
François me dijo que lo hiciese yo sólo. La posibilidad de hacer ruido al movernos se multiplicaba por cada uno de nosotros que lo hiciésemos, con ella, el riesgo de espantar al eland aumentaba.
Como Dios me dio a entender y mi cuerpo me permitió, comencé a reptar, evitando, en lo posible, las ramas secas, que la arena se pegase a la mira y que el sudor se me metiese en los ojos… ¡un numerito! No podía hacerlo todo a la vez y mantener al mismo tiempo la vista levantada, así que de vez en cuando, mientras me arrastraba, la tenía que bajar. Fue en uno de estos momentos cuando oí algo que me pareció fuera de lugar. El instinto me hizo volverme hacia mis compañeros –eran ellos los que habían hecho el sonido que me había llamado la atención– antes de mirar al frente, cuando vi sus caras comprendí lo que pasaba.
Sí, después de haberme vuelto hacia ellos, supe que el eland estaba frente a mí. Volví la vista al frente y, a menos de diez metros, unos ojos sorprendidos me miraban con curiosidad.
¡Dios, me tengo que encarar el rifle!, ¿cómo lo hago sin que ‘éste’ se me espante? Casi con toda seguridad, yo era el primer humano que aquel imponente animal había visto nunca. De otro modo no se podía explicar aquella situación que rayaba en lo cómico.
Rezando a todos los santos del cielo, temiendo que en cualquier momento aquella mole de casi mil kilos de peso desapareciera despavorida, comencé a mover el rifle lo más despacio que pude para que cambiase de posición y no se quedarse donde estaba. Cuando lo tuve ‘a medio camino’ del sitio al que debía llegar, decidí no arriesgarme más. Pensé que podría tardar escasas décimas de segundo en apoyar el rifle en mi hombro y disparar a bocajarro, al animal no le daría tiempo a alejarse tanto como para que no le pudiese acertar con un tiro mortal. Dudé, pero al paso que estaba moviendo el rifle –y no era recomendable hacerlo más rápido–, aquello no podía acabar bien, al menos eso creí. Maldije por tener la mira montada, sin ella hubiese sido mucho más fácil, pero…
No fue algo así como, ¡uuuuuna, dooos y… ¡tres!, no. Cuando lo sentí, jalé del arma, me la llevé como un rayo hasta el hombro y busqué al eland por la mira –¡ni cruz ni leches!–. El animal ya se había vuelto, disparé a la zona que había pensado que, cuando hiciese lo que estaba haciendo, estaría, más o menos, algo próxima al codillo –algo, por otra parte, fácil, porque es inmenso, como el resto del animal–.
Cuando bajé el rifle, el eland había desaparecido. Sabía que era imposible no haberle dado, pero eso no era consuelo. Casi cualquier animal salvaje africano, más aún el prodigio de fortaleza y agilidad que es un eland, podía aguantar días o semanas herido de muerte si el tiro estaba colocado en algún mal lugar del vientre, por no hablar de lo peor: el sufrimiento terrible que tendría que soportar antes de morir, Dios sabe dónde.
La sonrisa de Matoshe me sorprendió primero y me dio un tremendo alegrón a penas un segundo después. ¿Por qué se reía aquel masai ‘impertinente’?, pensé de entrada. Matoshe no era impertinente, me corregí, ¡coño!, ¿a ver si va a ser que le he pegao bien?
Su pulgar apuntando hacia arriba y la amplitud de su sonrisa, que parecía se le fuese a salir de la cara, me hicieron preguntarle, con los nervios a flor de piel, primero a él, luego a François, después otra vez a él… Mientras esto pasaba –escasos minutos–, sin que nadie me contestase, caí en la cuenta de que estábamos andando hacia el interior de la espesura…
A pocos metros, con la cabeza vuelta hacia arriba y ambos cuernos clavados en la tierra, el imponente corpachón del eland yacía sin vida. CyS
Por Alberto Núñez Seoane. Fotografías Susana Borrego