Leve descripción
Lo siento, pero no queda más remedio: hay que poner morfología y costumbres a nuestra protagonista, para poder acabar de dar sentido a este artículo.
La torcaz es una paloma grande, puede alcanzar, e incluso superar, los 600 gramos de peso. Es gris azulada, sobre todo en la cabeza, más parda en el dorso y rosada en el pecho; además, se distinguen fácilmente por la banda blanca que presentan en la parte superior de cada ala –que las hace inconfundibles en vuelo– y en ambos laterales del cuello (collar). Por encima del collar tiene una franja verde-violácea metálica muy brillante. Las bandas blancas y metálicas del cuello sólo están presentes en los ejemplares adultos. La punta de las alas y el extremo de la cola son negros. Es muy difícil distinguir los machos de las hembras, aunque los machos tienden a ser más grandes y a marcar más los colores (Mesón & Montoya, 2009).
El árbol como referencia
La paloma torcaz requiere árboles de cierto tamaño para criar y descansar: dehesas, bosques, choperas, grandes pies sueltos… Además ha de tener lo más cerca posible las zonas de alimento y agua abundante, ya que le gusta bañarse y para beber.
La base de la dieta de las palomas torcaces es preferentemente a base de cereales (incluido el maíz), girasol, y granos de leguminosas (vezas, garbanzos o guisantes), también pueden comer aceitunas o piñones y, sobre todo, bellotas de montanera en otoño e invierno (Mesón & Montoya, 2009).
Comen en poco tiempo y se pasan el resto del día descansando en los árboles. A los pollos los alimentan los padres en sus primeros días de vida con una secreción del buche (leche de paloma), y después con semillas de cereal, hojas y frutos.
Al igual que el resto de las palomas, la torcaz es monógama. Los nidos son livianos y los hacen a cierta altura. Las hembras ponen dos huevos, a veces uno, y ambos padres se turnan en la incubación, que suele durar de 17 días. Los pichones son nidófilos, a las tres semanas algunos ya son capaces de volar y hasta las cinco semanas de vida los padres les ayudan en su alimentación. Las torcaces nativas pueden completar tres puestas anuales si las condiciones son favorables, y como mínimo suelen criar dos veces, por lo que el ciclo celo-reproducción-cría se puede extender desde la entrada de la primavera hasta el 22 o 23 de agosto (Mesón & Montoya, 2009).
Encuentros fotográficos
Muchos de los comentarios que ahora hago se deben únicamente a mis observaciones, por lo que pido disculpas de antemano por si escribo alguna chorrada, o lo vi mal o es una excepción que confirma la regla o lo mismo me aventuro en hipótesis un tanto singulares.
En la década de 1990 ya llamó mi atención la presencia de palomas torcaces en zonas verdes urbanas de la Comunidad de Madrid, presencia que, a medida que pasaba el tiempo, se hacia cada vez más patente, y no sólo en la época de llegada y permanencia de las migratorias, las torcaces son abundantísimas de siempre, por ejemplo, en los montes de El Pardo o de Viñuelas. ¡Qué quise ver! Una de mis aves favoritas a tiro de cámara fotográfica. ¡Ja! Me costó un triunfo hacer las primeras fotografías pasables. Hay que aplicar cierta técnica para acercarse y/o ocultarse, ya que las torcaces mantienen intacto su instinto salvaje; sí, es posible que en parques donde lleven asentadas un tiempo aguanten algo más, pero lo normal es que, a la primera señal de humano al acecho, hagan gala de su potente vuelo de arrancada y pongan alas en polvorosa.
Donde más se dejan ver es en las partes altas de los árboles, normalmente dormitando o acicalándose. Bajan al suelo a comer dependiendo, lógicamente, si disponen de alimento en esa zona; si no es así descienden todo el año a beber y bañarse. También, a finales de invierno o principios de primavera pueden descender a coger algún palo o ramita que les sirva para completar su nido, que construyen en las zonas más frondosas de los árboles. En esta época de celo es cuando se pueden mostrar un poco más agresivas con sus congéneres; sin embargo los machos son solícitos con su pareja, bajando la cabeza a modo de reverencia y acercándose a ella sumiso, a la vez que con esos ojos amarillos desorbitados. El trajín del celo hace que no se vean tanto en las zonas típicas de arboleda. En mayo ya se puede hacer alguna foto a algún pichón volandero. A finales de octubre y, sobre todo, a principios de noviembre los bandos son muy numerosos y deambulan, como si estuvieran nerviosos, de árbol en árbol, las torcaces están mucho más inquietas y volanderas, es como si se estuvieran formando nuevos grupos con la llegada de las migratorias, algunas de las cuales es posible que compartan ‘casa’ con las nativas, de carácter bastante más sedentario, pero otras muchas acabarán por asentarse en los grandes dormideros de las dehesas del cuadrante suroccidental peninsular, y es seguro que en este viaje arrastran consigo a ejemplares jóvenes nativos nacidos hace apenas unos meses en la Península (Gallego, 1985).
Texto y fotografías: Adolfo Sanz