No parece que nadie ponga en duda que la población de perdiz roja está en franca regresión en prácticamente todo el territorio nacional y tampoco parece que nadie pueda afirmar que sea por la práctica cinegética.
Múltiples son los factores causantes de esta situación, los cuales superan el objeto de este artículo que, humildemente, pretende hacer un recorrido por los cambios que se están produciendo en la práctica del cuquilleo, causados por la escasez citada y las repoblaciones con perdiz de granja, y que amenazan la tradicional manera de entender esta ancestral caza e inducen, poco a poco, a una trasformación de la clásica figura del perdigonero, que, para no extinguirse, se va adaptando a la nueva fisonomía de nuestros campos.
Cualquier amante de la caza del perdigón recuerda, no sin nostalgia, aquellos puestos de alba, con un frío de mil demonios, con nieblas, con heladas… Nada importaba, solamente llegar al puesto en el momento justo, no mucho antes de amanecer y, por supuesto, nunca después.
A un aguardo preparado la tarde antes, días antes o años antes, para no improvisar ni hacer demasiado ruido y, en muchas ocasiones, evitar quedarnos los dedos pegados al hielo cuajado en las jaras. Cerca de la dormida, no demasiado alto en la sierra, pues una vez que las perdigochas comienzan el descenso es difícil que den la vuelta, ni demasiado bajo, que ya habrá tiempo cuando salga el sol. Quitar la sayuela a nuestro garbón ante el inminente cante del campo, casi a oscuras, y escopeta a la tronera apuntando a ninguna parte, que por mucho que se fuerce la vista aún no se ve el pulpitillo. Al alba, cuando el campo siempre canta y se escucha el revoleo comenzaba, no la caza, sino un indescriptible espectáculo de sonidos, de colores, de aromas y de emociones.
¡Cuántos recordaran los puestos de sol, de mañana, de diez! Realizados con mimo, con parsimonia, después de recorrer la campiña, ojeando desde el monte a la siembra, tratando de adivinar cuál será el recorrido de la collera, si vendrán a comer a la misma esquina del incipiente trigal y qué humor tendrán… Buscando el punto idóneo, un poquito elevado, para que las campesinas escuchasen a nuestro caballero desde todos los puntos cardinales. Si había sol, con él a la espalda o a la sombra, si era viento al socaire, si llovía, mojándote. ¿Qué pájaro poner…? El puesto será largo, no es menester sacar a un pollo, ya los probamos de alba cuando escuchan algarabía, mejor no arriesgar y sacar el reclamo que nunca, o casi nunca, falla, que sale con ‘jácaras’ por alto y de ‘piñones’ y ‘curichea’ bajo cuando las siente cerca, que llama a grano, que recibe sin alterarse, que sale inmediatamente al humo y repite la faena, que nunca es la misma.
Y después del almuerzo perdigonero, siempre repleto de anécdotas y lecciones de unos a otros, sobre dónde y cómo ponerse, de si el celo está atrasado o adelantado o del porqué no entran en plaza, cada cual enfilaba el camino que le conduciría al sitio elegido para dar el último puesto del día, diferente de los otros por lo agónico que resulta el implacable avance del atardecer. Siempre el aguardo alto en la sierra, aunque no demasiado por si no llegan, pero nunca bajo, porque una vez que cogen el peón de la dormida no retroceden para la pelea.
Más difícil, desalentador y costoso
Y ahora, con la perdiz autóctona casi extinta, perseguida por incontables depredadores, que ya no tienen al conejo como sustento, con campos sin labranza o con prácticas agrícolas agresivas, con cargas ganaderas incompatibles con la caza menor y con una legislación que ha puesto cerco a la actividad cinegética, la práctica del reclamo se hace cada vez más difícil, desalentadora y costosa.
Ante este panorama se ha optado, como mal menor, por la suelta o repoblación con perdices de granja, y esto ha dado de lleno en las costumbres de los pajariteros. Hogaño no es tan necesario el amplio conocimiento del medio, otrora imprescindible para la correcta ejecución del lance. Muchas fincas, a falta de siembras y por las dificultades de adaptación de las recién llegadas, se han llenado de dispensadores de comida, auténticos concentradores de las poblaciones de patirrojas.
El día de caza ya no comienza al amanecer, no es preciso correr mucho. Antes, el puesto de alba, cuando todo el campo canta, servía, aunque poco productivo en capturas, para hacer un mapa de situación, un censo de los pares de nuestro cazadero, una toma de contacto con la jornada en ciernes. Ahora, en función a las perdices que se sueltan en las fincas donde cazamos o en las linderas, más o menos se conoce la densidad de individuos, que no de pares.
Tampoco hay prisas para preparar el tollo, las nuevas inquilinas de nuestros cazaderos no son tan desconfiadas como las camperas, aquello de «El puesto mata tanto como la escopeta», ha pasado a mejor vida. Y, así, se ha ido cambiado la invisibilidad del reclamista, por la presencia más que evidente de los aguardos portátiles. Igualmente, no es indispensable recorrer los bordes de los sembrados para intentar averiguar dónde pastore’ y dónde sestea nuestra deseada amiga, los comederos son el faro que las guía. No hay más que ponerse en la zona de influencia del repartidor de trigo para escuchar a las cantarinas granjeras.
Así las cosas, ha surgido una nueva liturgia, colocarse a las nueve de la mañana y hacer un puesto corrido, cambiando de reclamo, hasta las doce. Eso sí, la comida al medio día de la cuadrilla jaulera continua inmutable, con las anécdotas, con las lecciones unos a otros y también con los recuerdos.
Por la tarde, uno no sabe muy bien dónde ponerse. No se quiere repetir el cuartel de la mañana, es demasiado escandaloso, pues las perdices no se separan mucho de los dispensadores de alimentos, así que se escogen lugares en los que se supone que las autóctonas elegirían para dormir o alejados de los refectorios para sentir de nuevo la incertidumbre de la caza.
Es obvio que este panorama, afortunadamente, no es generalizado, aún quedan valientes que, sufriendo la escasez de la reina de la menor y la rigidez de las leyes, recorren temporada tras temporada los cazaderos, en un postrer intento de alargar lo que parece inevitable.
En definitiva, si nadie lo remedia, la ortodoxia de una caza ancestral, de sapiencia, de conocimiento del campo, de dedicación a los reclamos, de pasión y de magia tiene los días contados. Si además, a esto se suma la animadversión de legisladores y críticos, por regla general, absolutos desconocedores de la grandeza de esta maravillosa modalidad cinegética, tenemos el cóctel perfecto para que la caza de la perdiz con reclamo se convierta en un triste y romántico recuerdo. CyS
Por Manuel Gallardo Casado, vicepresidente de Fedexcaza
Fotografías: Miguel Ángel Díaz y Petri López