Animalismo y nacionalismo tienen aspectos en común, y curiosamente también los tienen con las religiones. Sus activistas y dirigentes suelen cumplir los componentes de la definición de Yinger de religión funcional. Éstos incluyen una conversión ferviente y sentimiento de comunidad; creencias y un código de conducta acorde; así como cultos elaborados, con símbolos o rituales compartidos. Esto es así tanto para el animalismo, como para el nacionalismo. Y hay otro aspecto en común: ambos grupos están convencidos de su superioridad moral frente al resto.
Los nacionalismos surgieron en Europa hacia finales del siglo XIX, y defienden la existencia de características comunes a una comunidad (el hecho diferencial). Ello justificaría la segregación política respecto a otras comunidades de mayor o igual entidad. Los símbolos y rituales nacionalistas, como la estelada o las marchas con antorchas, denotan un carácter pseudo-religioso. Además, la vinculación entre nacionalismo y cristianismo se evidencia tanto en el País Vasco como en Cataluña, donde siempre han estado en comunión y donde Loyola, Begoña o Montserrat son santuarios tanto religiosos como nacionalistas.
Es tiempo de lidiar con el síndrome Bambi y con el nacionalismo radical
En Cataluña, el nacionalismo ha sustituido al catolicismo. El independentismo es un movimiento social, una fe que ha entrado a sustituir la esperanza que proporcionaba la religión. Da un “sentido de la vida” a muchas personas gracias a la utopía de un país mejor, un paraíso en la tierra, lo que les hace sentir especiales y superiores al resto. El movimiento ha resurgido en un momento marcado por una crisis económica y en el que era fácil desanimarse ante un futuro poco esperanzador. Especialmente para aquellos que perdieron sus trabajos y para los jóvenes, quienes más buscan ese sentido de la vida. El poder aferrarse a una ideología que promete un paraíso después de la separación del resto de España, ha sido la salvación para muchas personas que quizás estaban ávidas de que algo diera sentido a sus vidas.
Aunque cuenta con precedentes históricos en la filosofía utilitarista de finales del siglo XVIII, el animalismo arranca en el siglo XIX, cuando se promulgaron las primeras leyes que contemplaban aspectos de protección animal. Pero el verdadero auge del animalismo tiene lugar en el siglo XX. En 1975, el australiano Peter Singer publica ‘Liberación Animal‘. En esta biblia del animalismo, Singer defiende la no discriminación a un ser vivo por el sólo hecho de pertenecer a una especie distinta, de igual forma que no se debe discriminar a las personas por su sexo o raza. Aunque el animalismo a diferencia del nacionalismo carece de vinculación obvia con la Iglesia, muestra características de las religiones con sus símbolos (puños y patas) y rituales (veganismo). Y muchas personas, particularmente los urbanitas solitarios, se refugian en este nuevo credo. De nuevo, se trata de buscar un sentido a la vida, una idea, una esperanza.
Otro aspecto en común entre ambos pensamientos es su desubicación, su pérdida de referencias con el entorno. Con frecuencia, esto lleva a sus adeptos a defender opiniones que están fuera de la realidad. En el caso de los nacionalismos, se generan grupos excluyentes o tribus cuyos integrantes (los buenos catalanes o los vascos vascos), apenas se preocupan por escuchar las ideas ajenas a su causa. Todo su mundo gira en torno a personas, instituciones y medios que comparten sus principios. Eso explica por qué los ‘consellers’ encarcelados no vieron venir los procesos judiciales que les afectan. En cuanto al movimiento animalista, su desubicación y falta de referencias son consecuencia del alejamiento del medio rural y por tanto de la naturaleza, a la que paradójicamente creen proteger. Ambas tribus retroalimentan su radicalismo dentro del grupo mientras se muestran refractarias a toda influencia externa. Sorprendentemente, a pesar de su radicalismo, tanto las propuestas nacionalistas como las del animalismo, van ganado espacio en nuestra sociedad.
Desafortunadamente, ambos grupos tienden al fanatismo, sea en forma de algaradas callejeras, o de performance anti-taurinas. Las consecuencias de algunas actuaciones son nefastas: “dar la libertad” a los visones de granja en Teruel o en Galicia, por ejemplo, supuso una catástrofe ecológica para los ecosistemas fluviales. El daño a la imagen y a la economía de Cataluña y España causado por el nacionalismo catalán resulta igualmente nefasto.Ambas corrientes creen tener el monopolio de la realidad, y algunos de sus adeptos terminan por defender sus ideas de manera violenta. En casos extremos, tristemente, se llega al terrorismo. Interesante pero cierto, no sólo existe el terrorismo nacionalista, que se ha cobrado casi 1000 vidas en España, sino que viene creciendo el terrorismo animalista.
Otro aspecto en común entre ambos pensamientos es su pérdida de referencias con el entorno
Las ideas animalistas y nacionalistas extremas penetran tanto en ideologías de izquierda como de derecha. Esto es curioso ya que las raíces burguesas del nacionalismo lo asociarían más a partidos conservadores, mientras que la izquierda es de tradición internacionalista. Y el animalismo supone un igualitarismo entre especies que lo acercaría más a la izquierda, pero es reivindicado también por grupos de la ultraderecha. Otro aspecto en común entre ambos pensamientos es su progresiva penetración en la sociedad. Ello tiene lugar de distintas formas, por ejemplo a través de la legislación: normas autonómicas que obligan a usar el idioma local en lugar de defender la igualdad, o regulaciones sobre bienestar animal cada vez más restrictivas y difíciles de compatibilizar con la investigación biomédica o con los usos y necesidades del mundo rural. Incluso existen sinergias entre los pensamientos animalista y nacionalista, como cuando se dictan leyes anti-taurinas como herramienta política del nacionalismo.
También la educación y el entorno en el que se forman las nuevas generaciones contribuyen a la difusión de estos credos. En el caso del animalismo, la fuente es una sociedad cada vez más alejada del mundo rural, en la que un niño difícilmente verá una gallina escarbar o un cerdo hozar, pero consume cientos de horas de dibujos animados con animales hablando y comportándose como personas. No es de extrañar que surjan sentimientos negativos frente a la tauromaquia, la caza, o incluso el consumo de carne: el “síndrome Bambi”. De igual manera, aunque en este caso de forma planificada, los niños educados en comunidades de fuerte arraigo nacionalista reciben una educación sesgada, que tergiversa la historia para resaltar los valores y virtudes de la comunidad cercana en detrimento de otras. Ambas situaciones dan lugar a un cambio de valores que resulta difícil de revertir. En casos extremos se alcanza el fanatismo, igual que en las religiones. Y el medio rural y la comunidad científica (caso del animalismo) o toda la sociedad y el estado de derecho (caso del nacionalismo) llevan las de perder.
La estrecha relación entre nacionalismo y religión hace muy difícil discutir con sus defensores. E igual ocurre con el animalismo. El nacionalismo ya condiciona más de lo debido la vida parlamentaria, una situación que alcanzará mayor entropía cuando también el animalismo acceda al parlamento. La sociedad debe estar alerta y defenderse. Es importante evitar que el oportunismo político dé lugar a transferencias de poder excesivas hacia los nacionalistas, o a concesiones a los animalistas que resulten difícilmente compatibles con la supervivencia del mundo rural. Los credos animalista y nacionalista no pueden imponerse, igual que no aceptaríamos que se nos impusieran posturas religiosas integristas. Revertir el síndrome Bambi y el nacionalismo radical requiere tiempo y cambios profundos en la educación y en la sociedad. Ojalá estemos a tiempo de contribuir a esos cambios, y de disfrutar sus efectos.
Fuente: blogs.elconfidencial.com