Conocí a Alfredo a principio de los años ochenta en Orgaz, mi pueblo, al que Alfredo se desplazó junto con su familia por motivos laborales. Tan pronto como supimos de nuestra común afición nos hicimos inseparables, preparando cazatas por doquier, en especial a los jabalíes, que ya eran su pasión.
De aguardo, de amanecida, de rececho, recorrimos no pocas cuerdas y trochas en busca de las reses, tan poco abundantes entonces, salvo en la fincas de tronío, inaccesibles entonces para nosotros. El Pozo de las Cañas, Los Enebrales de Sierra Gorda, La Dehesilla, Reolíd, La Calderina, Plaza de Armas, La Serrana, Valhondo, quedan en la memoria.
Alfredo conocía la zona por haber cazado en espera en la finca El Ventorrillo, con su hermano Antonio y otros amigos, relatando con especial deleite las noches pasadas al amor de la lumbre en La Maestranza, casa-choza en la que tenían ‘sus cosas’ de espera. De aquella época me queda la frase de un pastor de la zona –reiterada a lo largo de su vida por Alfredo– propia para cuando, tras mucho tiempo sin comer, se alimenta uno en condiciones: “Parece que el cuerpo toma otras movenciones».
Era un apasionado del teckel, cuyo club presidía SAR Doña Alicia de Borbón, formando parte Alfredo de la Junta Directiva. Aún recuerdo a su perro Eros y la anécdota de una montería, en la que dedicaba tiempo a captar socios para el club, y al dirigirse a una persona desconocida para él, al tomar sus datos personales, el interlocutor le dijo: «José Finat, marqués de Corvera» y, Alfredo al instante le preguntó: «¿Número?». No era la calle de Madrid, era el propio marqués.
De aquella época data el capítulo El guarro de los girasoles, publicado en su primer libro, relato de una espera compartida en Valdesimón en la que jugó certeramente el lance a un buen jabalí.
Recuerdo con absoluta nitidez el día de la primera comunión de su primogénito Alfredo –un gran hombre y señor, hoy– donde conocí a su íntimo amigo Mariano, de cuya amistad de juventud, sincera y sólida, tanto se honraba. No en vano lo acompañó en su última espera.
Tras tantas horas juntos, sabíamos todo el uno del otro, fraguando una amistad íntima y leal. Le faltó tiempo para obsequiarme con el “cd” remasterizado de su grupo musical Los Cirros tan pronto como logró que fuera editado.
Prolífico articulista venatorio, en el ya lejano 1985 me honró dedicándome uno de sus artículos en la revista Caza y Pesca, hecho que a aquella edad me ilusionó sobremanera.
Trasladado a Gálvez, su querencia orgaceña seguía intacta, avivada por su amistad con Antonio Prieto y acudía con frecuencia conmigo y mi familia a cazar en La Calderina, acrecentando su amistad con Nicolás, mi padre, y mi tío Luis, fallecido cuatro días antes que Alfredo. Julia, su esposa, intimó con mi tía Charo, para que todo quedara en casa.
En La Calderina nos reveló su punto débil cinegético, la escopeta y la caza menor, dejando patente, no obstante, su afición a las esperas al jabalí, no perdiendo ocasión de acudir cuando las circunstancias lo permitían con su Peugeot 504 color gris.
Recuerdo la frase con la que desdeñaba la caza menor: “Bicho que no pese más de veinticinco kilos, no me interesa”.
Para campear, adquirimos un Citroen “Dos Caballos” al que pintamos, negros y arochos, sendos jabalíes en las puertas, que acabó en El Emperador, coto en el que también cazó bastante.
Aquí es donde nació el sobrenombre de Tío Luna precedido de Hombre Luna, en el que Julio, el veterinario, tuvo algo que ver.
En aquella época ya tenía aprendidas las lecciones de su maestro Filadelfo –conocido por Adolfo–, persona clave en su vida cinegética por diversos motivos. Su perro Bartolo, un mil leches gigante, era capaz de cazar un jabalí él sólo y guiado por Grego –hijo de Adolfo–, más de una vez batimos la Umbría de la Calderina con Bartolo como único perro y, todo lo que había en el ojeo, lo sacaba.
Compartimos algunas monterías, pero pocas. No eran su pasión. Su celo venatorio se centraba en las monteses y en el jabalí en espera. ¿Cuántas horas de silla y catrecillo habrá acumulado junto a su BSA calibre .30-06?
Los viajes a Riaño en pos del rebeco quedan grabados en la memoria de mi esposa e hijo, paseo en barca incluido, por el pantano.
Más recientemente colaboré con él en varios capítulos de la serie de televisión Cazando en Castilla-La Mancha que aún hoy se emite en algunos canales temáticos, compartiendo numerosas horas de viajes y campo, esta vez con cámaras detrás y, siempre con desbordada ilusión y afición, como en todo proyecto que acometía .
Lamento que tiempo atrás dejáramos de contactar. Por inexistente ignoro el motivo, porque siempre tuvimos una buenísima relación, extensiva a nuestras familias, pero lo cortés no quita lo valiente y la figura de Alfredo, del hombre esperista, del apasionado por su afición, merece una laudatio sincera y honesta, extensiva a Julia, su esposa, una señora en toda la extensión de la palabra, que nunca apareció, pero que siempre estuvo ahí, aceptando a regañadientes las noches de espera y de la que recibí alguna que otra cariñosa reprimenda cuando de chaval concertaba con Alfredo nuestras salidas al campo. ¡Aquél venao de la viña de La Serrana!
Desde su cátedra virtual impartía doctrina con fruición y entusiasmo a todo aquel que se asomara al mundo de las esperas, siendo reconocido y, así pasará a la historia venatoria patria, como uno de sus máximos exponentes.
Como persona, intachable. Su simpatía, nobleza y buen humor, por inapelables, ahí quedan sin derecho a réplica.
Su muerte en el catrecillo, ejerciendo hasta el final, reviste a Alfredo de una aureola de mito y leyenda que nadie podrá borrar, ganada por derecho propio, pero cobrada prematuramente. ¡Lástima¡
El día de su muerte, plenilunio, marché al campo, a las entrañas de los Montes de Toledo, a evocar y honrar su recuerdo, buscando ese algo inmaterial que nos une a los cazadores. La luna y el monte callaban. Sensaciones encontradas y extrañas. Faltaba alguien esa noche en los montes. No fui a cazar, fui a recordar al amigo y compañero en nuestro medio natural y comprobé que también la sierra y la luna estaban alicaídas, tristes, como de luto. Al menos, una oración en el inmenso altar serrano…
Sirvan estos recuerdos, lejanos y cercanos, pero intactos en la memoria, para rendir homenaje a un cazador y, cuando digo cazador, pienso en las palabras de Juan Lobón (Berenguer): “Soy cazador como soy moreno y cuando se mienta a un cazador, se mienta a quien se ha casado con la caza, no al que chicolea con ella por la reja”. Alfredo no era moreno, no podía serlo, cazaba de noche y la luna no broncea, pero sí era cazador y esta es una palabra muy honda para los que siguiendo su ejemplo, hemos hecho de una afición, pasión.
Descansa en paz, Alfredo.
Por Raúl Guzmán