En la recámara

Un cafelito, media con aceite y… un carajillo

Era nuestra ilusión. Ellos, que se habían quedado aquí, tenían localizados los baldíos en los que pudiésemos ir a los zorzales y las avefrías –entonces se podían tirar–. Con los ahorros de la ‘paga’, comprábamos los cartuchos, después de haber dado mil vueltas en busca de los más baratos“

 

Aún aguanta la noche. Las primeras luces del alba tardarán un par de horas, al menos, en romper la monotonía oscura. Los faros del coche alumbran, apenas, las líneas entrecortadas de la carretera, sinuosa, estrecha, atosigada por retamas y lentiscos. A lo lejos, una luz tiembla acorralada en el cerco al que le somete la oscuridad.

Los ojos, aún enrojecidos por el madrugón impío, escuecen. La mandíbula parece desencajarse, sin tiempo para descansar, entre bostezo y bostezo, no de aburrimiento, no usamos de eso por aquí, sino de purito intento por despertar.

Termina el asfalto, el polvo revolotea alborotado tras el vehículo que, con lentitud, circula ahora por el viejo y pisoteado carril. Abrimos una puerta, la del coche; otra, ya cercana, de un aluminio hortera enmarcando un cristal oscurecido por la mugre y el humo, nos deja adivinar el calor que nos aguarda al otro lado.

Las voces callan, las cabezas se giran hacia los que acabamos de llegar. Ya no hace falta decir nada más: somos cazadores… también.

Con el otoño temprano llega la berrea; luego, la ronca –el celo del gamo–; después… después las serranías de España abren solanas y umbrías, cuerdas y sopiés, a la montería, esencia de la caza social en las tierras ibéricas.

No asoma aún el calor del agosto reciente. El fresco de la noche, el cigarro recién encendido, el vaho caliente del café, el chirrido del vapor de la máquina tratando de calentar la leche, la buena compaña… todo empuja a la cercanía, incluso con quien de nada conocemos. No importa, ahora todos sentimos igual, ¡estamos de caza!, compartimos la esperanza de un lance, el presente de un sentimiento…

Unos pagan y se van saludando y deseando: «¡Mucha mierda!»; otros, apuran el último sorbo y responden: «¡Buena caza!». Preguntamos por el carril que nos lleve al cazadero. Los paisanos se desviven por ayudar, compitiendo por mostrarnos el camino más corto o, al menos, el que tenga mejor rodá.

Los recuerdos me invaden, se apoderan de mi memoria, aislándome del entorno. Vuelvo a aquellos días, muy lejanos ya, en los que volvía de Madrid a casa, por Navidad. La reunión con los amigos que dejé en el pueblo, cuando marché a estudiar a la capital, los tanques de cerveza que compartíamos en El Puerto, los camarones y las bocas, de la Isla, que atrapábamos corriendo los caños, en los salobres esteros de la bahía… y la caza.

Era nuestra ilusión. Ellos, que se habían quedado aquí, tenían localizados los baldíos en los que pudiésemos ir a los zorzales y las avefrías –entonces se podían tirar–. Con los ahorros de la ‘paga’, comprábamos los cartuchos, después de haber dado mil vueltas en busca de los más baratos. Hablábamos, ultimábamos los preparativos, cerrábamos el plan, nos asignábamos los puestos, para, en la mañana, salir los cinco apretujados en un viejo ‘Mini’, a cazar.

En realidad, estábamos cazando desde el día anterior, con los comentarios de la última vez, durante la noche previa, deseando que el viento soplase de cara y obligase a los zorzales a ‘rebajarse’ un poco, pidiendo porque cobrásemos un buen número de los caídos… disfrutando con ese momento, indescriptible, en el que el páharo, al recibir el plomo, se encoge, como un trapo recién empapado y cae ‘hecho un pelote‘ pegando en la tierra un golpe sordo y seco… 

Pero, antes… la paraíta en la venta: «¡Jefe, un cafelito, media con aceite y un carajillo!».

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