Un desmadre fanático y excluyente se moviliza cada día en contra de la caza y de los cazadores. Sin atenerse a razonamiento sensato alguno, sin argumento científico que los respalde, sin opción al diálogo, la tolerancia y el mutuo entendimiento, radicales enmascarados tras la careta de una supuesta ecología, se abalanzan a bocajarro contra un derecho fundamental y constitucional que nos asiste: el derecho a cazar.
Las instituciones del Estado nos olvidan, no hacemos el ruido suficiente para ser dignos de su consideración. Las federaciones de caza, empezando por la española y terminando por la de «Eso no va conmigo de abajo», no ven, no oyen, no hablan, no saben, no se acuerdan…. Se ve que sólo tienen tiempo para contabilizar las cuotas de los federados y ver cómo se las pueden repartir sin que el de la de al lado toque prenda. Los cazadores, muchos, estamos a lo propio, no a lo de todos. El panorama pinta mal.
Los ataques de las bandas –ya no ‘grupos’ ni ‘asociaciones’, ¡bandas!– anticaza ya no se quedan en el insulto, la difamación, la calumnia o la amenaza, han pasado a la acción directa, atacando y destruyendo la propiedad privada o impidiendo el ejercicio de una actividad legal a la que tenemos derecho y por la que hemos pagado, todo lo que nos hacen pagar: permisos, licencias, impuestos y tasas. Pero aquí o pasa nada… nada de lo que debería pasar.
No necesitamos, ni pedimos, niñeras que nos protejan, sólo que la Ley y el ordenamiento jurídico ampare los derechos que nos corresponden. No necesitamos federaciones repletas de ineptos y corruptos, queremos organizaciones ágiles y transparentes con gentes que trabajen para velar por nuestros intereses, para eso debieran estar ahí. No pedimos que nadie calle a quien quiera hablar contra la caza, aunque mientan como bellacos ignorantes, exigimos que se nos den las mismas oportunidades que se les dan a ellos, para expresarnos y defendernos, que estemos representados, para protegernos, en los mismos foros en los que se sientan ellos para acosarnos, por eso sí clamamos. Y reivindicamos nuestro derecho a estar presentes en los organismos que deciden las normas que nos afectan, para que se escuche y se tenga en cuenta nuestra opinión, no sólo la de ellos, los únicos invitados, habitualmente tendenciosos, intolerantes y excluyentes. Esto, no puede continuar así.
No hay razón alguna para que tengamos que justificar nuestra pasión por la caza, no sólo no hacemos nada que no se pueda hacer, es que contribuimos, lo quieran aceptar o no, con eficiencia y respeto, al mantenimiento del equilibrio ecológico, un equilibrio roto por la acción del hombre y que, sólo el hombre, actuando, puede ya seguir manteniendo.
Hace mucho tiempo que nuestra especie, de manera egoísta y estúpida, ‘le puso vallas al campo’. Por desgracia, la concienciación sobre la trascendencia de ‘lo natural’, la asunción de nuestra ineludible obligación a respetar al resto de las especies que pueblan el planeta y colaborar así al sostenimiento de la biodiversidad, es una actitud reciente, debiéramos haberla asumido mucho antes, pero aún estamos a tiempo de rectificar y contribuir a que este mundo, azul –no verde–, siga siendo un espacio vivible para todos.
En este empeño estamos los que amamos y respetamos a la naturaleza, nadie tiene derecho a erigirse en portador de la verdad única, nadie está legitimado parar excluir a quien no piense como él, nadie puede arrogarse la exclusividad de sus métodos desdeñando a quien se aparte de una supuesta ortodoxia que no sería otra cosa que una burda e inaceptable imposición.
La lucha, debe ser la de todos los que queremos conseguir un futuro para ‘lo salvaje’, una esperanza para la coexistencia de los diversos seres vivos, una posibilidad para erradicar la extinción de cualquier especie amenazada, contra quien sea un obstáculo para alcanzar este logro.
Éste es el reto y no ese otro que se empeñan en escenificar las cada vez más fanáticas y descontroladas cuadrillas de ecotalibanes que campan por sus irrespetos, hacen de su capa un sayo y, como el perro del hortelano, ni comen ni dejan comer al amo.
Por Alberto Núñez Seoane
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