Sí, es una historia que voy a contar yo, no ahora –no hay espacio ni tiempo ni ánimo, hoy–, pero la contaré, seguro.
Será la historia de una contradicción, las cuitas de una paradoja que me ha vuelto loco y que me sigue haciendo perder los papeles. No puedo estar lejos de ella y, cuando la tengo, las más de las veces, me desespero, acabo –cuando no empiezo– discutiendo y termino por enfadarme a causa de alguna de las innumerables trabas que, siempre, me acaba poniendo.
No estoy muy seguro, pero algo me dice que le caigo bien, aunque lo disimula a la perfección. A veces me engatusa. Se me planta delante, bien hermosa, llena de luz, resplandeciente, envuelta en un halo de inaccesibilidad capaz de llevarme hasta el escalofrío, íntimo y pertinaz, con sólo pensar que puedo habitarla… Otras, oculta tras una cortina húmeda y fría, con actitud, triste por distante, amarga por lejana, me deja claro que no está para monsergas:
–Mejor vuelve otro día –podría jurar que me dice–.
–¡Ni te lo pienses!, he venido hasta aquí y no me voy a volver porque tú lo quieras.
–¡Vete, te digo! –me repite–.
–¡Te digo que no!, testaruda tú… obstinado yo –le respondo–.
–Vale, ¡tú mismo!, no te quejes luego…
Ando así, medio perdido en una esquizofrenia tornada en hábito, alargando el diálogo mientras camino, queriendo, sin poder, detenerme, a su encuentro.
La trato de mucho tiempo atrás, la fui conociendo –cuando ella me fue dejando– muy poquito a poco. No fueron escasos los pasos que tuve que desandar para poder tener la oportunidad de –cuando ella me lo permitía– dar adelante uno más. Ya me lo advirtió el Catalán, aquel paisano que me inició, allá en la tierra sagrada de mis padres –Galicia–, en los menesteres de la conquista de las cativas, agrestes y ariscas, como lo es ella. Yo, muy niño aún, le escuchaba por escucharle, pero como solía amenizar sus sabios consejos con refranes, dichos y leyendas de la aldea, el buen hombre consiguió lo que no lograron los Hermanos de La Salle: que jamás, a lo largo de mi vida –y ha llovido mucho desde entonces– olvidase la mayor parte de las lecciones que me dio.
La adolescencia llegó con fuerza y rubor. La timidez, vencida por el deseo, me empujó a lanzarle requiebros que nunca hubiese soñado protagonizar. Los Ancares, entre Galicia y Castilla; las sierras de Grazalema y Ubrique, en el norte de Cádiz, fueron testigos mudos de mis tempranos amores, platónicos, aún sin límite ni decepción… todavía.
El ímpetu de la madurez temprana me llevó en busca de la penumbra terciada. Esa media luz del sentimiento que te arrastra de la meditación al impulso sin tiempo a darte cuenta de lo que pasa. El instinto te lleva, te empuja, como un canto rodado, despeñado, poco a poco, por el cauce que riegan aguas turbulentas, pero nítidas y transparentes, de un arroyo salvaje y precoz. Asturias y Sierra Morena, Cantabria y el Pirineo, fueron las resabiadas celestinas que, turbando mi espíritu, amansaron el ardor, en ocasiones intempestivo, que tiraba de mi ilusión tras el vellocino de las cumbres lejanas.
Desde el macizo de Torghar, en la ribera del Indo, Pakistán, a la Sierra Madre en México, a orillas del Pacífico, fui, con el tiempo, conociendo la serenidad que la vida te va regalando y, con ella, fijé la consciencia de que aquel lejano amor de mis años mozos, que es hoy un sentimiento robusto, firme y seguro, anclado en las raíces de mis muy queridas e imprescindibles ‘distorsiones’.
Es tan hermosa, esta linda historia de amor, que no acierto –o no quiero– a ver su final –aunque sé que andará perdido por ahí, en alguna inhumana ladera, a la vuelta de la penúltima peña en la que me tenga que apoyar a recuperar el resuello–. Por eso, antes de… que, algún día les cuente, yo, la historia, sí me gustaría presentarles a ustedes, enamorados como yo, a mi prometida: ella es la montaña.