Qué se sentirá cuando oyes los camiones desde lo profundo del encame… Cuando el inconfundible trasiego de cacharros dejan adivinar su presencia por la cuerda. Qué se sentirá cuando una bocanada de aire te trae el olor de la tragedia, de la tensión, de la prudencia…
Qué se sentirá cuando escuchas atento una pelota de reses huyendo de lo claro, tomando pedriza arriba los peñones en los que encuentran defensa muchas jornadas como esta. Qué pasara por la mente de un cochino, espeluznante, metido en años, y que nunca se acostumbra a que le rodeen, a que lo devoren los perros… o a sufrir un balazo que le parta el espinazo…
Eso de verse rodeado, latido, asediado, a punto de ser comido vivo. Luchas por no perder los nervios, porque como eso ocurra, perdido estás. Sólo tener las espaldas cubiertas te salvará. Sólo un milagro. Perros y más perros, ladridos… Mientras no te prendan de una oreja y de las pelotas, tienes posibilidades. Como haya en la recova un par de chatos, de esos que tienen nulo aprecio por la vida… Jodidos estamos.
Debe ser tremendo. De hecho lo es. Porque lo viví en mis carnes…
Vamos a soltar en la Solana del Cura, como siempre. Aunque como siempre, nunca me encuentro, ni hallo calma, ni sosiego. La suelta es el comienzo de la batalla… Y la incertidumbre salta a cada paso. Jaleo no es tonta. Ha partido jaras mil veces. Pero por la espuela y la mano nota que su dueño, amante y alumno está fuera de sí. “Coge rienda y achica espuelas”, me dice un perrero. La experiencia de sus canas, lo raído de sus delantales y sus colleras a bandolera me dan algo de tranquilidad. ¡Venga coño! Mis hombres se preparan, sus camiones alineados. En perfecta formación. El día luce. Jaleo resopla. Es imposible explicar lo que se siente a caballo… No espero, y lo grito como siempre ¡Perros al monte! Y salen como centellas, bravos y con afición. Hasta cachorros veo. Hoy es un buen día para enseñarles. Hoy, sin saberlo, será un día que no olvidaré…
Me adelanté a unos perros muy fuertes, sin desgaste por lo avanzado de la temporada, sin freno por lo blando del terreno. Me adelanté a la mano antes de calentar la mancha. Fue un error o quizá una broma del destino, pero allí mismo casi que doblo las cartas…
Jaleo va tronchando jaras por la solana, adelantada a la mano. Los perros están empezando a cazar. Y lo vi y no lo olvidaré; un cachorrón nuevo, grande, cárdeno de pelo, inconsciente de ideas y un temerario. Se arrimó a la montura, me miró, y latió dos veces, dos veces a llamada. Y más perros llegaron. Jaleo se empieza a mosquear. El chucho insiste, espoleo a la niña de mis ojos para echarla encima del rabón, y ahuyentarlo. Pero más perros llegaron, encendidos como centellas. Perros incontrolados, o era su celo y ganas de caza lo que les nublaba. Una veintena me rodea. Jaleo no puede salir de ese montarral sin ayuda. No pienso dejarla a su suerte, ni soltarle la rienda porque corre el riesgo de engancharse… Grito y me desespero. Los perros no me ven ni me conocen. Sólo tienen sed de sangre. Los perreros, muy lejos, corren en mi ayuda, pero es una ayuda peligrosa la que traen, porque a sus alaridos responden más perros a lo que presumen un agarre. Más canes. Más algarabía. Dos se tiran a las corvas de Jaleo. Dios qué barbarie se me viene encima. Pero cuando el miedo te invade de tal mantera, cuando el terror te coge de la pechera y te susurra “ya eres mío”, tus sentidos se nublan. Y todo se puede volver contra ti o contra el propio medio. El deseo todo lo vence, y yo quería salir de allí. Esa cobardía extrema se evaporó, y respiré los vahos de sangre de los que querían herirme. Desmonté de un salto, amarrando las riendas a mi mano izquierda con todo mi corazón, en la derecha tenía mi cuchillo de remate, sin intento de amenaza tenue, pues estaba dispuesto a matar al perro que entallara. Jaleo pega su hocico a mi espalda, protegiéndome. Y comenzó a barrer a coces a todo lo que había detrás de sí. Era la primera vez que veía a Jaleo tirando patadas. Eso va en contra de su doma. Pero alió sus sentidos a los míos, sabiendo que sólo saldríamos vivos de allí juntos. Y estaba dispuesto a dejarme matar antes de dejar a mi yegua morir. Ella olvidó su doma, y yo mi devoción a los perros. La adrenalina y la locura nos embaucó en una lucha a muerte. Comencé a tirar navajazos a los perros, navajazos a matar. Jaleo estaba literalmente pegada a mí. Un puesto corre rifle al hombro directo al escándalo para ayudarme. Los perreros gritan, no sé si para salvarme a mí o a sus canes. Pero por la Virgen de Guadalupe que llevo al pecho que si muero, lo haré matando.
Y vi la escena desde afuera, sobrecogedora. Y el cochino tremendo, acosado por dos recovas, era esta vez un centauro descabalgado, erizado, que en lugar de dos navajas se defendía con un cuchillo y dos potentes herraduras. Los perreros llegaron, el montero también. A palos deshicimos el encontronazo. Creo que rajé a dos, pero no maté a ninguno. Aunque juro que lo intenté. Jaleo necesitó un rato de sosiego. De palmeo. Retrocedí para calmarla, y calmarme yo.
La mañana continuó. Ya sin percances. Galopé tras un venado con mis perros, que un puesto pudo cobrar. En la umbría un agarre me lleva a volar por el monte. Como siempre llegué, desmonté y dejé suelta a la niña de mis ojos. Rematé la tremenda cochina. Acaricié a los perros. Cuando me volví Jaleo y Marrufo se olían, y dos chatos más descansaban jadeantes amparados por la sombra de mi yegua.
Jaleo había hecho las paces con la rehala. Y yo con Dios.