¿Papá, es cierto que por estas montañas hay corzos, y que te gustan mucho? ¿Y cómo son? ¿Nos puedes llevar ahora de excursión a ver corzos, ahora, ahora, ahoooooora?”, me preguntaba tirando del pantalón mi hija Candela, de cinco años, hace unos días.
Disfrutaba de una agradable tertulia post-comilona familiar estival campestre cántabra –con tantos adjetivos descriptivos imagínese usted la estampa y volumen de la ingesta– en compañía de los míos y de un matrimonio amigo, quien traía consigo, asimismo, a sus hijos de 6 y 4 años, Miguel y Marta.
Al momento, encerrona y los tres a mi alrededor, con una cara de súplica y la aventura pintada en sus ojos, ¡cualquiera podría renegar la invitación que me hacían los niños para dar con ellos un paseíto por el campo! A la ribera del río de Eva intentaríamos encontrar algún corzo que se hubiera despistado por completo y anduviera visible –sin prismáticos– y sordo a esas horas, las seis de la tarde de un calurosísimo día, y a una distancia razonable y cómoda de andar para los niños. En fin…
–Cuidado, niños, esas plantas que veis ahí son ortigas, y si las tocas pican mucho, así que ni las rocéis. Tienen unos pelitos que contienen un líquido, llamado ácido fórmico, que al rozar la piel pica mucho, así que cuidado donde pisáis –les advertí–, id con los ojos muy abiertos.
–A mí me ha dicho una niña de mi cole que si no respiras al tocarlas no te pican –me replicó Marta.
–Pues, prueba, si te atreve,s a no respirar y tócala, y luego me dices si pican o no…, que yo creo que seguro que sí te van a picar, que eso se lo ha inventado la niña de tu clase para gastarte una broma. Y, además, tenéis que tener cuidado con ellas durante todo el año, pues son de hoja perenne, y no sólo en verano, que es cuando están en flor como ahora. Y aunque a nosotros nos pueden picar y hacer un poco de daño, los científicos saben hacer con ellas medicinas para curar a la gente, ¿no os parece curioso? Todas las plantas que veis, las que pican y las que no, las bonitas y las feas, todas sirven para algo y cumplen una función en la naturaleza, y es imporatante aprender para qué sirve cada una. Hasta las ortigas.
El río bajaba frío y cristalino del deshielo de los puertos de Áliva, manando de la Fuente que le da nombre. De aquellos puertos, pastizales e invernales que los vecinos de la cántabra Espinama ganaron “por copas”, en este caso al gallo, a los astures vecinos de Sotres.
–Papá y esa mariposa azul tan rara, ¿cómo se llama?
–No hija, no es una mariposa, es una libélula. Se parece mucho a un caballito del diablo, pero ¿ves que cuando se posa tiene las alas separadas? Eso es porque es una libélula, si las tuviera juntas al posarse sería un caballito del diablo.
–Y pican?
–No hija, no pican. Son muy buenas porque, además, se comen los mosquitos y las moscas. Pueden llegar a vivir hasta siete años, dos más de los que tú tienes y sus crías nacen en el agua alimentándose de larvas subacuáticas y pececillos. Y, hablando de alimentación, ¿queréis merendar algo?
– Sííííí –respondieron al unísono
–Como siempre le digo a mi hija cuando vamos por el campo, hay que ir siempre con los ojos muy abiertos, así que si me hacéis caso y los abrís mucho ahora y miráis para arriba… ¡Decidme cuántas ciruelas queréis cada uno, que os las cojo! Están maduras ahora en verano y riquísimas…
–Yo, ¡cuatro!
–¡Yo, cinco!
–¡Yo, chorrocientas mil!
Y chorrocientas mil ciruelas que nos comimos a la sombra de su ciruelo. Unas brevas que cogimos de una higuera más allá y unas cuantas avellanas verdes completaron la frutal merienda.
–Bueno, ahora vamos a seguir muy despacito y en completo silencio, porque después de esa curva del sendero se abre un prado que conozco y que les gusta mucho a los corzos, a las corzas y a los corcinos, que son sus hijos.
–¿Y por qué les gustan mucho?
–Mirad, a los corzos les gusta mucho ese pradito porque pueden llegar a él muy fácilmente, saliendo del bosque de robles y encinas que está justamente detrás, que es donde duermen y se esconden de día. En este prado pueden encontrar su comida favorita, ¿sabéis cuál es? Los brotes más tiernos y exquisitos de todas las hierbas que hay: de berros y mastuerzos, de cañuelas y cañamones, de lotos y tréboles, de grama azul, de los zapatitos de la virgen, de las orejillas de liebre, de la hierba de las almorranas, de los dientes de león que son esas amarillas y que algunos dicen que se llama también meacamas o churracamas, porque dicen que si bebes el líquido blanco que tienen te puedes hacer pis en la cama por la noche… Todas esos brotecitos de hierbas se los comen los corzos ¡y así está luego de rica su carne!
–¿Y de quién son los corzos?
–Estos corzos no son de nadie y son de todos a la vez, ¿lo entendéis? No son de nadie porque nadie es su dueño y, sin embargo, todos somos sus dueños al mismo tiempo, al menos un poquito, porque, como sabéis, estamos en el Parque Nacional de los Picos de Europa, que es de todos nosotros, patrimonio de los españoles, y aquí los animales viven libres y salvajes, sin vallas y con mucha agua y comida a su disposición. Pero, venga niños, vamos a acercarnos un poquito más a ver si vemos alguno…
Y así recorrimos los apenas cien metros que nos separaban del recodo que se abría al pradete que quería enseñar a los niños. De los cuatro intrépidos que allí marchábamos, el único que iba plenamente convencido de que allí no íbamos a ver más que moscas era yo, guía y mentor, pues los niños mantenían viva la ilusión de encontrarse un prado lleno de chorrocientos corzos tomando plácidamente el sol y esperándoles para jugar un rato con ellos.
Y, efectivamente, cuando llegamos al punto en el que a nuestra derecha se abría el recientemente segado pastizal, nos paramos, nos situamos, levantamos las cabezas, miramos y… allí no había nada. Nada de nada. Ni moscas. Una bonita pradera ascendente sin corzo alguno a la redonda. O no, pues la magia del duende del bosque volvió a surgir, y aún no lo sabíamos.
Por animar un poco a los niños, les dije que buscaran por la pradera huellas de corzos para ver si habían estado hacía poco y podíamos “perseguirlos” un poquito, dibujándoles primero en el suelo la característica forma acorazonada de su pezuña, sólo confundible con la de los jabalíes, aunque les expliqué que la mejor forma de diferenciarlos era por el tamaño, menor y menos profunda en los corzos, y nada que ver con la de los venados, mucho mayor en todo los aspectos.
Y, entonces, lo vi, pero no dije nada. Me contuve, aunque estaba feliz y emocionado.
Los niños corrían por toda la pradera buscando imposibles huellas de corzo en la hierba, y al cabo de unos minutos regresaron a la sombra donde yo me encontraba esperándoles con ciertas caritas de indignación.
–¡Nos engañaste! ¡Aquí no hay ningún corzo! ¡Era mentira que íbamos a verlos! ¡Vámonos para la casa, aquí no hay nada!
–Te equivocas, Miguel –le interrumpí–. Cuando vayas por el campo, tienes que ir con los ojos muy abiertos, más abiertos que en ningún lado, porque si no, un día, por no mirar, te puedes caer en un agujero u otro día puedes tropezarte con algo que haya a tus pies y caerte, porque ¿te has dado cuenta de lo que tienes ahora mismo a tus pies? –le pregunté, agravando el tono de mi voz.
El niño me miraba con cara de incrédulo y lentamente fue bajando la mirada, con esa ilusionada e inocente expresión que sólo se tiene cuando está la magia por medio, y a menos de diez centímetros de sus pies pudo ver el tesoro que allí nos esperaba: ¡un desmogue de una cuerna de corzo, perfecto e intacto, justo en el punto que habíamos previsto parar para echar un vistazo!
Se podía leer literalmente en la cara de los niños, e imagino que en la mía propia, la ilusión que a todos nos hizo el fabuloso hallazgo.
–Niños, el corzo ha estado aquí y nos ha dejado su regalo más valioso, parte de su trofeo. Tenéis que saber que hemos tenido muchísima suerte en encontrarlo. Yo llevo casi treinta años dando vueltas por estos montes y jamás había encontrado uno de corzo. A los corzos les crecen los cuernos una vez al año, como a los venados o a los gamos, y cada año se les vuelven a caer, frotándolos con arbustos, tierra y árboles, para que les nazcan otros más bonitos y grandes ¡y hemos encontrado uno! Y a juzgar por éste tenemos en nuestras manos, esta cuerna pertenece a un corzo adulto, de unos cuatro o cinco años de edad, ¡como vosotros, qué casualidad!
Y en estas cuestiones y en otras, poco a poco, volvimos nuestros pasos hacia la casa, inmensamente contentos por la fortuna que acabábamos de encontrar gracias a la magia de los Capreolus capreolus, los duendes del bosque, y escuchando como los niños iban discutiendo todo el camino sobre quién era el dueño del tesoro encontrado, obviándome a mí entre los candidatos, aún siendo de los que más lo deseaba, y pensando para mis adentros cómo iba a ser capaz de mantener en mi poder uno de los recuerdos más bonitos que la vida por los montes lebaniegos me había deparado, sin por ello mermar la felicidad e ilusión que se llevaban de los niños.
He de decir que llegado el momento de la decisión final, Miguel y Marta aceptaron de buena gana y con mayor ilusión el canje de esa cuerna pequeñita y sucia de mi corzo por un desmogue de venado, mucho más grande y limpio, de los cuales tenía varios, y que me permitió conservar, ahora sí para siempre, este, para mí, pequeño gran tesoro.
Por Luis de la Torriente