¡Jaaaai, jaaaai… ahí va el guarro!… ¡¡¡Ahí va el guarro!!! ¡Qué va pabajo! ¡Qué va pabajo el guarro!
Las voces las cantaba David, el hijo del ‘Fonta’, aunque yo no lo supiera. Padre e hijo lideran dos rehalas de postín de buenas y de oficio que firman con autoridad no ya por el buen hacer de sus canes sino también por la hombría, honestidad y entrega que esta familia entera pone en lo que hace por la montería extremeña.
Un lance bonito y pausado La lluvia
Y ahí abajo estaba yo, en la misma orilla del Tamuja, pero de contrario, buscando un paso complicado para rematar una cochina que había enganchado en el ribero por frente y no había maneras.
La mano de los perros barrían la barrera de izquierda a derecha estando los voceadores aún lejos y la cochina se vaciaba con cierta prisa amaneciendo por el viso del ribero y dándome ocasión y tiempo de lidiar un lance bonito y pausado mientras bajaba terciada y con cierta confianza.
El cochino me venía justo por frente y bajando a plomo
Pero ahora el nuevo lance arrollaba a mis intenciones de cruzar el río cogiéndome además con los estrumpes trastabillados ya que tenía el machete en la mano y el Sako en bandolera con el cañón hacia abajo.
Lo vi venir coronando el ribero mientras la orquesta de perros rompía la sinfonía con sus latidos, carreras y tronchar de monte. David con su vida en la garganta azuzaba a voces entre la emoción y la sorpresa porque el marrano le había salido de entre sus pies. Jaleaba con furia a sus canes esperando, como sólo los perreros saben, que se firmara el lance al llegar a la línea de escopetas.
El cochino me venía justo por frente y bajando a plomo, nada de terciarse, quería poner tierra de por medio ante tanto perro y yo pensé que si seguía así me arrollaba seguro.
Una escena de caza antigua La lluvia
No sé ni cómo lo hice, pero logré meterlo en el visor y entonces vi la imagen pura de lo que significa montear. El marrano bajaba rápido y sin hacer ascos a regates, arrollaba jaras, madroñas y coscojas, tenía un cabezón enorme con sus orejonas enveladas y oscuras, las crines le aparentaban un tamaño que no merecía mientras sus manos arremetían polvos, piedras y monte. Por detrás de la bestia asomaban y desaparecían como en un carrusel perros de todas las capas en un galope sin miedo. Yo creo que corrían de oído ya que me extraña llegaran a ver al veloz cochino.
Esta escena se quedará grabada en mi memoria y la podría describir de mil maneras distintas ya que para mí transcurrió como si en cámara lenta la hubiese vivido. Era una escena de caza antigua, casi del medievo, que en tantas ocasiones me imaginaba al leer a los clásicos describiendo las andanzas penosas y peligrosas tras los cochinos.
Tenía nuevamente a la bestia a no más de cinco metros y seguro que casi sin coger la puntería volví a escupir la muerte
Cogí la puntería como mejor pude y solo me cuidaba que el tiro no se quedase trasero y que no divisara perro alguno en la óptica por detrás del marrano. El primero lo fallé quedándose la muerte por la izquierda en un esquivo que hizo la bestia y ya iba a tener pocas posibilidades. ¡lo tenía encima!
El cochino con el trallazo del arma arreó creyendo que el río podría ser su salvación y con la velocidad que traía saltó del cancho al agua en un vuelo de unos cuantos metros. Cargue rápido al momento que el agua me salpicaba los cueros y yo sin saberlo metía mis botas en el agua.
Los perros, con la detonación, latían con más sangre y el ribero era ya una serpiente de colores y mil capas de hipidos. Yo, en mi lance, tenía nuevamente a la bestia a no más de cinco metros y seguro que casi sin coger la puntería volví a escupir la muerte.
Un lance irrepetible
Esta vez el marrano acusó el daño y aun queriendo no podía salir del agua, aquello se llenó en un santiamén en un borboteo de agua y espuma mientras que yo intentaba recomponerme y salirme del cauce donde las botas se enterraban entre la poca arena que estos riberos fabrican. Fue entonces cuando volví a sentir el sonido de las cosas y la sinfonía de los canes resonaban como trompetas de júbilo al haber frenado a la bestia. Entonces, ya con mis instintos recompuestos, empezaron a caer al río decenas de perros que saltaban de los mismos canchos por donde se vaciaba el lance.
Unos caían a plomo salpicando su furia entremezclada con agua, otros se orillaban sin ganas de cabriolas, mientras los que atenazan, sabedores de su potencia, arrollaban monte y río en busca de apresar su objetivo. Fue toda una lujuria de violencia, belleza y caza, siendo yo espectador único de un lance seguramente irrepetible.
Ya con los sentidos sujetos, rebusqué mi cuchillo por entre la orilla y al encontrarlo me dirigí a la brega
Dejé morder dándole tiempo a los canes al igual que el marrano trasteaba sus navajas buscando cuero de perro. De lejos volví a escuchar las voces de los podenqueros ahora ya alegres por el agarre y sabedores de un lance culminado aún a riesgo de recoger daños. Los oía correrse hacia el regato ante la ilusión de ver el combate de sus guerreros. Por mi parte yo, ya con los sentidos sujetos, me apresuré a descargar el arma y apoyarlo de forma segura en un nido de entre dos lajas del río, rebusqué mi cuchillo por entre la orilla y al encontrarlo me dirigí a la brega.
La bestia tenía un tiro alto, pero con mucho daño y peleaba lo que podía ante tamaña horda de salvajes que latían y mordían lo que encontraban. Poco a poco le fui buscando la espalda sumergido en un baño de espuma, pelo y sangre. Las tenazas de los más fuertes eran sentencia para el cochino y mi seguro para el remate. Encontré el hueco y mi cuchillo despenó a la furia al mismo tiempo que ésta se despedía de esas aguas que tantas veces le habían refrescado sus calores.
Lluvia de perros
Me senté entonces en un cancho del río y dejé morder lo que ya quisieron, la hoja de mi cuchillo exudaba agua, barro y sangre por igual, los canes mordían su odio de aquello que vinieron a buscar, mientras que por el viso empezaron a aparecer los podenqueros autores del lance vivido.
Eran Jesús, el ‘Fonta’ y su hijo David, que al reconocerme multiplicó su alegría al igual que la mía. Luego asomaron los de la mano alta resultando ser Goyo Repilado y su hijo, también Goyo. Les pedí que bajaran y nos recreamos en el levantado del lance, sus carreras, la belleza del latido y el desenlace final con la lluvia de perros. Los cinco nos fundimos en un abrazo donde de manera instintiva contabilicé más de ciento cincuenta años de montería a nuestras espaldas, que ya son años.
Dejé que el silencio rellenara nuevamente el ribero
Al rato del descanso y de las fotos del recuerdo, los perros continuaron el peinado del ribero deseándonos nuevamente suerte en la batida. Por mi parte, me senté otra vez en la orilla y les dejé ir como si de una despedida definitiva fuera. Dejé que el silencio rellenara nuevamente el ribero y recreé varias veces el lance vivido.
Ya en mi soledad y con la bestia a mis pies, ya con el sosiego y la plenitud que la caza otorga a mi vida, di gracias al Hacedor y a todas aquellas personas que me asomaron a esta afición y me hicieron crecer en ella para entender por qué cazo.
La lluvia de perros es un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer