Apareció por la cresta de la barrera que tenía por frente, era cabezudo y peludo de forma que en su trote los pelachos se le mecían desordenadamente. Sus flancos eran más bien claros mientras que las orejonas marcaban lo negro de su humor. ¡Había entrado en plaza!
La mañana se había despertado perezosa y fría, lo que hacía que los monteros deambularan algo mohínos y encogidos escondiendo sus ganas en pellizas y capas de colores apagados dibujando una escena ceniza y de bajos ánimos. Los colores del campo por el contrario escupían tonos suaves y húmedos provocados por una otoñada algo seca, esbozándose el arranque de la hierba nueva que en esta ocasión resultaba tardía.
Los alcornoques, con poco tiempo desde que le quitaron el abrigo de la corcha, mostraban sus ocres de sangre seca que, negros y oscuros en sus caras mojadas por el rocío resaltaban sobre sus pieles teja de los fustes y hombros soleados.
Al sopié de una barrera suave y descarnada
Me encontraba al sopié de una barrera suave y descarnada que había perdido sus defensas de monte en busca, intuyo yo del propietario, de mejorar el corcho y ganar gramíneas para las reses. La imagen de los alcornoques, ralos por sus bajeras pero bien podados en sus copas, semejaban Derviches turcos con sus brazos alzados y troncos contorneados bailando al aire sus copas cargadas de bellotas amargas.
La montería había comenzado como la mañana, fría y perezosa. Ya se habían abierto las prisiones de los perros y las detonaciones de los lances se esquivaban en el tiempo para no dar sensación de ‘monterío’.
Una primera impresión nada alentadora
Debido a mi postura desnuda y algo desgarbada mi primera impresión no fue muy alentadora, si bien la belleza del salpicado de alcornoques que tenía por delante me hacía soñar lances imposibles y sobre todo me permitía grabar las sensaciones que hoy escribo.
Nada más que asomó el cochino y como a unos veinte metros por detrás aparecieron cinco podencos blancos como el merengue que eran los artífices de la carrera de música que buscaba el lance. Lo habían levantado de su cálido encame en la solana y lidiaban ya un buen camino sorteando posturas y peligros en busca del lance.
Por mi parte yo llevaba ya unos cuantos segundos siguiendo la carrera del cochino a través del visor cuando vi aparecer por la óptica a estos campaneros blancos que seguían, cómodos, la carrera de la bestia. Los canes atacaban sin demasiadas apreturas en su galope, pero sí con un latir algo más enérgico al ver al cochino por primera vez en campo abierto.
Yo seguía concentrado en mi cochino y ya sólo miraba por el cristal asegurándome que la bestia no cambiara el rumbo, dejando cumplir la caza y firmando por tanto el clímax de una montería que a priori parecía ser poco agraciada.
El cochino trotaba con esa seguridad del que se sabe superior a los acosadores
El cochino era toda una belleza. Trotaba con esa seguridad del que se sabe superior a los acosadores. No corría, solo trotaba a un paso cómodo, pero que al apoyar sus manos al unísono sus pelos largos se estremecían como látigos y ondeaban a lo largo de su piel generando una visión casi eléctrica a cada tranco con que el cochino acortaba mis distancias.
Lo veía como en cámara lenta a través del visor, al igual que negreaba su crin de cerdas largas y negras que, erizadas, la daban un porte elegante y fortachón a la fiera.
Poco a poco la bestia se iba acercando de la misma manera que se terciaba hacia mi derecha permitiendo por vez primera que desaparecieran los perros de mi óptica, eliminando uno de mis temores de tener a los acosadores en línea con mi objetivo.
En estos momentos próximos al desenlace, y con el ojo izquierdo, observo como los alcornoques, intuyendo el final, se asomaban a la escena elevando más y más sus brazos arbóreos como queriendo avisar a la bestia al mismo tiempo que una ráfaga de aire les hizo agitar sus copas mientras el marrano, sordo y ciego por el aviso, zigzagueaba entre ellos en busca de una salida.
Apuntaba estos matices en mi retina que son los que sellan la memoria y nos permiten recrear el lance
Me vio. Sin duda que me vio porque nos cruzamos bien seguras las miradas, pero no apretó riñones y solo me esquivó ligeramente. Le vi su mirada señorona y confiada a la vez que su trote me parecía más una danza mil veces aprendida en lances pasados y fugas esquivas. Por mi parte yo tenía el alma metida en el visor, apuntaba estos matices en mi retina que son los que sellan la memoria y nos permiten recrear el lance una y mil veces, pero igualmente no perdía una pizca la concentración que necesitaba la contienda.
Los perros hipaban quizá con más fuerza ya que ahora veían a la bestia en su escape, pero no apretaban sabedores que su oficio es correrlos y no combatirlos. Yo sumergido en la belleza del lance y en una imagen mil veces soñada buscaba el mejor momento ya para resolver la huida.
Dejé que el cochino atravesara la línea de tiro prohibida con mi vecino y ya, un poco terciado y pasado a un tiro de huida, llegó el momento de firmar el final.
Fue un segundo o seguramente menos, la bestia un poco de culo reviró hacia mí, ya pasado, cuando el sol le iluminó por vez primera regalándome una estampa inolvidable de belleza y fiereza. Era una cabeza colgada a dos orejonas grandes y negras a la que le seguía un cuerpo recogido de atrás con un lomo erizado y un pecho que casi le llegaba a las pezuñas de sus manos. Como digo fue un suspiro, pero éste tampoco se me escapará de mi memoria.
¡Era el momento de firmar con pólvora!
El disparo sorprendió a los alcornoques que vencidos por los acontecimientos habían dejado de avisar con sus ramas y abatidos eran nuevamente árboles pétreos que resignados asumían la representación del lance. La bestia sintió el dolor del estruendo, pero no notó la muerte. No hubo estertores ni agonías, ya en el suelo su visión se apagó sin saber muy bien por qué.
Los perros dejaron de latir y sólo alguno de ellos llegó a morder sin rabia su trabajo.
Otra vez el silencio. De nuevo el despertar de mi ensoñación y el abandono de la concentración para percibir la plenitud de aromas, sonidos, colores y emociones de un lance tranquilo y tan intenso como el vivido.
Es el lance la excelencia en la montería. El lance que se adorna con la calidez de una caza colectiva que se reúne, y mucho, antes y después de la razia; que se exige con la ambición por el éxito da ganarle el pulso a la caza y que se necesita por el convencimiento de hacer sostenible un entorno natural y salvaje. Por esto cazo la montería. Es por esto.