Ayer, mientras pensaba que la Navidad podía afectar hasta los más ruines de los cerebros, en sentido positivo (debe ser por todos los cuentos navideños que llevo vistos y oídos), descubrí con sorpresa cómo, en Facebook, una felicitación navideña colgada por nuestro amigo Pepe Juan generaba una reacción de odio y frustración.
Fue el descubrimiento del Ecolobrón beligerantus en la más tardía y agresiva de sus manifestaciones.
Un espécimen femenino de esta mutación, que dice llamarse Elena, nombre de etimología griega que significa “Antorcha” (no me extraña que esté tan quemada), se mimetiza entre los cazadores procedentes de civilizaciones milenarias, herederos de aquellos que hicieron posible la supervivencia del Homo erectus gracias a su capacidad de aportar comida y abrigo a sus congéneres, gracias a su capacidad para cazar. Y, sin comerlo ni beberlo, nos pone verdes y nos amenaza de muerte.
Entre casi cincuenta comentarios que ha merecido la felicitación de Pepe Juan, hay dos de este jaez. Los dos, de especímenes femeninos de Ecolobrón beligerantus.
La segunda, que se hace llamar Rocío, es menos agresiva, se conforma con afirmar que nos odia. No nos conoce, no sabe nada de nosotros, no sería capaz de diferenciarnos a uno de otro. Simplemente, afirma que nos odia por pertenecer al colectivo sin cuya existencia ella no estaría en este mundo.
Los cazadores somos la herencia genética viva de aquellos que arriesgaron sus vidas en beneficio de sus comunidades para aportar carne de que alimentarse, pieles con que cubrirse, grasa para aislar del agua y del frío sus cobertizos. Y enseñaron a sus hijos los medios para aprovechar los recursos de los que la naturaleza nos dotó en el principio de los tiempos.
Nosotros, los cazadores, hemos evolucionado con los tiempos y hemos adaptado nuestras formas a las realidades de nuestro ecosistema. Utilizamos la inteligencia para gestionar y cumplir con la difícil tarea que la madre naturaleza nos encomendó sin preguntarnos si era de nuestro agrado: gestionar y controlar los recursos que ha puesto a nuestro alcance.
No odiamos a nadie porque no piense como nosotros.
Nos da pena que mentes que, posiblemente, si no hubieran sido manipuladas, podrían destinar su energía a mejorar la convivencia, a construir futuro, a aportar sus habilidades en beneficio del colectivo, como siempre hicieron los cazadores.
Estos seres que afirman gratuitamente que nos odian y nos amenazan de muerte, seguro que no se han parado a pensar con raciocinio (¿lo tendrán?) la cantidad de veces que un cazador ha podido ser imprescindible en sus vidas. ¿Podrán afirmar que ninguno de los médicos que les han atendido en su existencia era cazador? ¿Podrán asegurar que entre aquellos que les enseñaron a leer y escribir, no habría algún cazador? ¿Estarán seguras que el carnicero, el frutero, el panadero, el maestro, el clérigo, el dentista o el veterinario que cada día les reciben con una sonrisa no son cazadores?
¿Habrán pensado que entre los bomberos, los policías, los médicos de urgencias, los conductores de ambulancias, que cada día están dispuestos a jugarse la vida por ellas, en caso de que lo necesiten, puede haber muchos cazadores?
Seguramente, no. Simple y llanamente porque, quien piensa con odio, es incapaz de hacerlo de forma racional.
Sin embargo, los cazadores no demostraremos odio hacia ellas; más bien, insisto, el sentimiento que nos despertarán será pena. Pena de que con nuestros mismos genes (según la ciencia) sean capaces de odiarnos sin conocernos, sin saber qué perfume usamos o qué tono de voz tenemos. Sin pararse a analizar que cualquiera de nosotros se detendría a auxiliarlas en un accidente, sin entender que nuestros perros son nuestros compañeros, nuestros amigos y que ellos también descienden, como los cazadores, de una especie que se alió con otra para subsistir.
Queremos a nuestros perros y nos aliamos con ellos, como hicieron nuestros ancestros, para cazar. No para revolcarnos en la cama, aunque no odiemos a quien lo hace sin entender que quien hizo al perro doméstico fue el hombre cazador aliándose con el lobo para cazar juntos. La ignorancia no nos invita a odiar a quien la sufre; es más, estamos dispuestos a enseñar en todo momento y, como hizo San Juan de la Cruz, a alfabetizar a quien lo necesite sin odio y sin amenazas, con diligencia, con entusiasmo y hasta con una pizquita de amor que va bien en cualquier receta.
Feliz 2013 para todos, incluso para los que sin conocerme me odian. Siendo felices, el rencor les quemará menos las entrañas y el odio tendrá un espacio menor en sus mentes desgastadas por el resentimiento.