Relatos

De remate. Los sueños prohibidos con los ‘cejones’

No hay peor sueño que el de que se cumplan tus sueños. y, ¡ojo que se cumplen. Bueno, algunos… no. Sobre todo esos en los que lo imposible no es otra cosa que alguna que otra curva insinuante… pero otros, como aquellos en los que alguna pieza adquiere tamaños desorbitados… ¡se cumplen!, ¡juro que se cumplen!

Una vez… así empiezan casi tos los cuentos –bueno, empiezan con eso de «érase una vez…», pero tampoco vamos a entrar aquí y ahora en esas diatribas–. Pues eso, una vez, hace la torta de años, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, y ya me creía con derecho a cargar con la paralela, que, por descontao, me sacaba cuatro cuartas de cabeza, mi agüelo me llevó al Calaminar –muy cerquita de Tirez y al lado justo del Hito de la Costera–, a esperar, en los tarays, entre los carrizales de la laguna, a los cejones. Mi agüelo era un trolero. Sentao en la taberna, con un cuartillo de vino de aguja, áspero como una estera, encandilaba hasta la anochecida a los casi noventones de su quinta con historias de marranos.

Los cejones, que así sólo él los bautizaba, no eran otra cosa que aquellos tremendos guarros cejijuntos de cerdas envarás que, desde las laderas del Cerrijoso, alcanzaban los Albardiales y engorrinaban la saldiguera de la laguna haciéndo de ella su baña. Que si aquel de quince arrobas que arrancaba las cepas a hocicazos… Que si el otro navajero que le sajó una canilla… Que si aquella guarra ladina que arreaba con las gallinas de la majá… ¡Hasta con su sombra se había reñío, poco menos que a chirlazos de la faca, y a tos los había aviao y desparramao el mondongo! ¡Pues no era nadie el tío Faco! Así se las gastaba, según refería ante sus quintos, habiéndose convertío, y lo imprecaba en hebreo, en el mejor cacero de la otra orilla de la laguna, y un poquito más p’allá. Eso sí, que lo sé yo, con la lunera, se apostaba en un ribazo, en contra la ventisquera, y si nadie lo enmendaba se apiolaba un macareno con la de los dos ojos. Y no le hacían falta cebos ni toas esas artimañas que se usan, y se abusan, hoy en día. Mi agüelo era un trolero, aunque, a veces… no lo era tanto.

Será porque lo he mamao desde mocoso, pero a mi esto de aguardar a que te entren, es que me pirria. Eso sí, aunque llevo en el ajo desde que se me cayeron los piños de leche y, en honor a la verdá, y p’a no paecerme a mi agüelo, tengo que reconocer que nunca he tenío mucha potra a la hora de encararlos. ¡Vamos, p’a decilo a las claras, que soy un poco agarramanta! De que no es por fa es por nefa, siempre, lo que se dice siempre, se escabullen p’a criar. Sobre t’o cuando el cejón, que así les sigo llamando en recuerdo del tío Faco, es un viejo resabiao que sabe latín en verso. Y haberlos haylos, como dicen los gallegos de la arpía, enormes como avechuchos, atiesáos de cerdas, con más mala leche que una escolopendra en una ortiga y más listos que un segaor. ¡La madre que los trajo!

Y así me pasa, que me tienen sorbía la sesera. Los veo por las esquinas, en el cerro o en la raña, en el medio los maizales, en la cebá o… en la alfalfa. Y son grandes y rechonchos como una alpaca de paja, que se mueven como rayos en el lubricán o al alba. Y así ando, que ni duermo, embolao, embobao y embalao, hasta las trancas, con los jodíos guarracos. O me hago con uno… o se hacen conmigo.

Sin ir más lejos, la otra noche, como tantas, me arreé p’al Cerrijoso. Pertrechao con todos mis archiperres, y mascullando una plegaria, en latinajo, al santo patrón de los cochinos lustrosos, p’a que tuviese compasión d’este fustrao cacerillo, me aposté en una carrasca con poca paciencia y con mucho tesón. Esa era otra de las herencias del agüelo Faco, soy más terco que una mula y, por mi parte, los cejones no van a tener queja alguna.

La noche estaba sembrá. Bueno… según los espabilaos, que tanto saben de esto, no lo era tanto. Había un lunera, más grande que una sandía de arroba y media, plantificá en medio el cielo y eso, dicen, los que dicen, que no es bueno. Dependerá de p’a qué. Refrescaba de la bochornosa solanera del día y al campo era un bálsamo de aromas y de fragancias. Bullían los bichejos en busca de la comanda recién levantaos de sus encames y la vida de la noche explotaba a borbotones. Cantaban las oropéndolas, regonzaban las jabatas, rateaban las raposas y el pájaro se engallaba. ¡Joder, que hermosura!

Tras preparar mi ‘trabuco’, –mi treinta cero seis, con la mejor tenología en visión noturna–, me apoltroné en la silla, casi hamaca, con todo lo necesario p’al lance al alcance de la mano. Todo estaba en su sitio, el cebo dispuesto, el viento en contra, el bocata en un pedrusco y la cerveza en la fresquera. Las estrellas, en lo alto, brillaban como castañas. Por allí andaba el lucero Sirio, atrás del paisano, el cazaor, con el perro en postura; el carro mayor, la lagartija, el arquero y el Pegaso, el caballo de las alas. ¡Un espétaculo enfascinante! Tras engullir el condumio y dar cuenta de la cerveza, que me revolucionó el mondongo con truenos de guerra –¡a ver si las jodías tripas me van a espantar al bicho!–, me tape las piernas con la manta, por si las moscas, coloqué el arma en el regazo y… ¡al tajo!

Las horas se estiraban como el chicle, tan lentas y latosas como hermosas. Por momentos avizoraba ojo y oreja percibiendo cualquier ruido del chocar de los guijarros. Nada. ¡A qué no entra el so cabrón…! Terciá la madrugá contaba estrellas. En un momento dao, cuando ya andaba perdío, le escudriñé en la maleza. ¡Era enorme! Su sombra, alargada por la luna, era como una galera en reata arrasando los matojos. Por momentos se me salía el corazón de los latigazos que me arreaba. Se llegó a las piedras y las desbarató de un hocicazo devorándose el maíz de dos bocanás. Tiritando, más que un chito sin caletre, me eché el rifle pa la cara y, como si de un ritual sagrado se tratase, lo fui metiendo en el visor hasta clavarle la cruz en el codillo… ¡Ahora o nunca!

¡Joder…! No sé quien se asustó más si el bermejo o yo, pero corrimos lo mismo, uno en cada dirección. Cuando lo tenía encarao, a punto de apiolar al jabalí de mi vida… ¡me desperté! Un primalón pedorro y escuchumizao hozaba como un poseso  entre mis botas. Grité, del susto que me apretó, y él… pues se asustó mucho más que yo. Y arreamos a correr, los dos, como alma que lleva al diablo…

¡Si me llega a ver el tio Faco, me rebaña t’ol gaznate con la faca y me suelta lo de ‘y ahora vas y lo cuentas, so atontao!

Esta vez tampoco. Pero, ya os avisé al principio, ¡ojo… que se cumplen! CyS

Escopeta negra

 

 

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