Sonaba el teléfono y, allí, al otro lado de la línea, se oían las voces de Carmen, Aurora, Rosi, Asunción o Gema, cada una desde la oficina de su jefe, a cada cual más simpática y más agradable, ya que la pregunta que hacían siempre era una agradable invitación a una montería, de las gordas, de las mejores, y con un ambiente inigualable, aunque sólo se tirasen ciervas.
Y esa pregunta era la del millón: «¿Don Juan Pedro? Le llamo de la oficina de don Ramón, don Luis, don Anselmo, don Felipe, don Javier (respectivamente). El día 10 de noviembre da la montería de la casa y está usted invitado. ¿Puede usted ir ese día?». La contestación era siempre la misma: «Por supuesto, dígale que también cuente con mis perros». Eso sí, jamás preguntaba si era a ciervas, a machos, a cochinos o a contar reses. Se contestaba sí o no y punto, porque nos daba igual, el caso era cazar con los amigos y lo más importante en esta vida, sacar nuestros perros a cazar.
El día de la cacería, Jonathan y Goyo, que trabajaban para mí, cargaban mis perros, cuyo seguro, microchip, licencia y transporte estaban a mi nombre –y si aún le quedaba duda a alguien de que los perros eran míos, tenía capacidad, como decía el señor Olías en su libro, «de ponerlos en el paredón»– y se encaminaban a la finca que tocase.
A aquellas monterías acudían muchos más invitados, a los que habían hecho también la llamada de rigor y todos contestaban, pudiesen o no acudir. Nadie respondía que se lo pensaría, nadie preguntaba a qué se iba a tirar ni de cuánto dinero iba a ser el guante. Nadie preguntaba si se podía llevar un amigo ni si podrían doblar puesto. Es decir, ninguna de esas gilipolleces de mal educado que ahora se preguntan siempre.
Llegada la hora del sorteo, no había que esperar a nadie ni dar voces ni mandar callar a los que estaban copa en mano. El dueño de la finca nos comentaba la mancha que se iba a dar, qué se podía tirar, repasaba detenidamente las normas básicas de seguridad, sin que nadie pusiese cara de hastío y de sobrada madurez, y decía que los que no eran rehaleros debían poner un guante de sesenta o cien euros para propinas y demás. Otros dueños de rehala, y yo, a los que costaba sacar la rehala de la perrera cuatrocientos euros diarios de media, no echábamos cuentas de ello jamás: nos invitaban nuestros amigos y punto.
Parece raro que alguien te invite y te toque poner dinero, pero cuando ese alguien te invita a comer y a cazar en una mancha que muy bien podría vender, creo, personalmente, que lo que menos importa es el dinero, aunque he llegado conocer a rehaleros que mandaban la recova a otro sitio, cobrando, y ellos se iban a la de invitación a poner cincuenta euros de guante. Y también a quienes se les hacía caro cincuenta euros de guante para una montería en la que se abatían ciento treinta reses. Eso era otra historia: los trofeos.
Mis amigos Perico y Emilio publicaron un manifiesto de la montería muy bueno, en el que se dejaron en el tintero –sus buenos motivos tendrían– el tema de los trofeos. Los trofeos son todos, toditos, todos, del dueño de la finca, los abata quien los abata, y no se tocan hasta que la propiedad da su consentimiento, porque tú ‘pagas’ por el derecho a cazar, no por el trofeo.
Como la propiedad siempre es generosa y regala los trofeos a los monteros, hay que permitirla hacer gala de esa generosidad. Por lo menos, que vean lo que han criado y lo que han regalado o vendido. De todos modos, para los coleccionistas de cuernos, hay muchos trofeos, pabellones incluso, que se venden en Internet.
Tema aparte son los trofeos de los animales agarrados por las rehalas, que son del dueño de la finca y, cuando éste se lo regala, pasa a ser del dueño de los perros, pero nunca de la rehala que va alquilada, aunque parece ser que de ésas no hay ninguna en España. Recuerdo con mucho cariño la gracia que le hacía a un propietario de finca, amigo mío, que, cuando mis perros cogían alguno de aquellos guarracos de su casa, yo me hacía el duro para que no se notase que por dentro me moría porque me dejase llevar el trofeo. Y, claro que me moría, porque eran mis perros, a los que yo criaba, cuidaba, conocía y campeaba, y a los que, mano a mano con Jonhy, lloraba cuando morían. ¡Pues claro que me gustaba que mis perros agarrasen¡, no lo buscaba, ¡pero me molaba! Ahora se preguntarán cómo una persona, que habla de tiempos tan antiguos, utiliza en su vocabulario el verbo «molar». Muy sencillo: porque esto que les he contado lo viví desde 1992 hasta 2009, cuando el fallecimiento de Jonathan truncó miles de ilusiones.
Ahora sigo siendo invitado, pero con mis treinta germanos –teckels, bavieras y drahthaars–, y me siguen llamando y voy con mi gente y mis perrillos, y echamos unas risas y algunas pestes, porque esto de lo que les he hablado es afición, es invitación. Todo lo demás es economía.
Por Juan Pedro Juárez.
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