Latió de encuentro un podenco, sólo una vez, pero yo sabía que esa música tenía premio.
Estaba en puesto de huida y acompañaba a mi buen amigo Rafa en una de estas monterías que saben ya a turrón por la cercanía de la Navidad. «Ojo», le dije.
Repitió pidiendo ayuda, aunque ya la mano de los perreros hacía tiempo había pasado y poca fuerza pensé que iba a conseguir para escupir al marrano del monte.
Pasaba el rato y el silencio volvía a inundar la sierra dando protagonismo a un día espectacular en colores, aromas y brisa. El azul del cielo y los verdes del campo nos acunaban en el mejor sueño que un montero puede esperar… y de vez en cuando el podenco volvía a señalar.
Estábamos como dije de huida y además en un collado de un medio morrón de monte que nos alejaba aún más de la mancha. «Ese marrano se nos queda encamado ahí y el perro no pudiendo se aburrirá», le comenté a Rafa.
¡Al agarre!
Y me equivoqué. En uno de esos avisos una collera de podencos remendados acudió a la llamada y ya las voces eran de parada. Avisé a mi capitán de montería que me dio permiso y allí fui sin más arma que el cuchillo de remate, dejando a Rafa cubriendo el puesto.
Tardé no poco tiempo hasta que conseguir llegar al cuadro. Una cochina enorme remolineaba entre los pocos perros que, conocedores del tamaño de la bestia, dudaban en entrar. La cochina no me vio y yo me quede también esperando acontecimientos por ver si en uno de los intentos ataban a la fiera. No estaba herida y solo su corpulencia le bastaba para llenarla de confianza en que no la correrían tres perros.
Hacía molinetes toreros defendiendo sus cuartos traseros cada vez que el perro de por detrás intentaba agarrar pelo, pero no había manera. De vez en cuando el regato donde estábamos se encajonaba algo más y el aterrazado del lecho le protegía las espaldas y ahí hacía cajón descansando en su jadeo. Mientras, yo esperaba el agarre, pero empezaba a pensar que esta batalla igual se alargaba porque en primer lugar la bestia tenía mucha vida y después porque mal contados éramos cuatro perros y yo con la daga.
Un remate imposible
La cochina a base de empellones y molinetes la íbamos corriendo de poco en poco regato abajo entre zarzalones del demonio y caos de ruidos, ladridos y arañazos de monte. En esta batalla, que es contra el monte, tu respiración y cabeza empiezan a embotarse ante la tensión de querer despenar pronto y ver que no asoma la ocasión. Poco a poco nos íbamos corriendo el barranquete abajo y alejándonos de la montería.
La cochina, en uno de esos embates, los perros la pudieron sujetar un poco y eso a ellos les envalentona y entonces cesan los ladridos y toman protagonismo en la orquesta los gruñidos que me anuncian el agarre. Entro por detrás pisando guarra, perros y qué sé yo. Veo mi sitio y arreo con la izquierda su sobaquera.
No hay manera, lo intento varias veces, pero el cuchillo prestado solo sirve para untar pan. En esas estaba cuando los perros conocedores que una vez que el montero está encima de la bestia la caza se desinfla, dejan de bregar y la cochina me mete un jetazo por la izquierda que me despierta del combate y doy un paso para atrás. El suficiente como para que los perros arremetan otra vez con ella, que se estaba recomponiendo.
Lo intento ahora por la derecha en cuya mano tengo más confianza, pero nada, el cuchillo no pincha y en mis intentos vamos corriendo la guarra, los perros y yo regato abajo llevándome zarzas por brazos y piernas que ya no siento.
Todos aculados
Nos aculamos todos en un zarzalón grande que abraza la malla de la finca y por una gatera dentro de ella se cuela la guarra y los cuatro perros. Yo no tengo manera de pasar con tanta gente dentro y estando a cuatro patas.
La cochina se acula contra la tela y llega otro momento de descanso.
Me salgo hacia atrás y comienzo a buscar un paso de hombre por la malla, pero no los hay. Hay que gatear Ernesto, me dije.
A gatear
Subo por el alambre, con mucho ruido de agarre, apostando los pies sobre las ventanas de la malla y apoyando las manos en el pie derecho de la malla, cuando llego arriba de la malla que tendría unos dos metros de altura cabalgo la primera pierna para pasar y de una vez nos vamos para abajo la otra pierna, mis setenta y pico kilos y mi cuchillo de untar al que no suelto por si acaso.
Me lastimé rodilla y codo, pero nada grave. A todo esto, la cochina ya en finca contraria ha cogido fuerzas y aún con mucha vida vuelve al combate de los molinetes.
Esta se me va, pensé.
«¡¡Padre, padre!!»
Maldecía la caída y repensaba qué hacer con semejante bicho y sin arma cuando entre la zarzuela de ladridos, gruñidos y tensión que vivíamos oí… «¡¡Padre, padre!!»
Era mi hijo Ernesto que conocedor que me metía en el monte a resolver la llamada a parada, y aprobado por el capitán de montería, acudió en mi ayuda desde un puesto que ocupaba no muy lejos de donde estábamos.
Un encuentro inesperado
A voces le indiqué por donde me encontraba y sorteando la malla por un pasaaguas de la linde acudía al agarre. Por mi parte me puse a correr por el regato en busca también de la nueva brega que habían iniciado lo perros dándome de bruces con un cochino muerto en la misma cama de arena del lecho. Me paro perplejo y veo con prisas que es un buen cochino. Embadurnado de gusanos por todas partes, las orejas y barriga comidas ya por las alimañas acompañada la escena por el fétido olor a pudrición y muerte.
Me sonreí por la suerte y admiré nuevamente la belleza de este animal que a pesar de su mala muerte seguía teniendo un porte señorial, victorioso y fiero.
Un disparo despenó a la bestia
Volví a correr al agarre y al fin veo a mi hijo, le doy instrucciones para que se prepare ya que yo entraré en la zarza para intentar desplazar a los perros y entonces si sale la remate. Nos costó algo más de un rato y al final el disparo despenó a la bestia además de apagar la lucha.
Me senté sobre la arena y esperé la llegada de mi hijo. Nos dimos un abrazo y sacamos a la bestia del zarzal. Luego le indiqué mi descubrimiento del cochino y nuevamente nos abrazamos llenos de ilusión y satisfacción por el deber montero realizado.
«Gracias por el regalo»
Ahora, sentado ante la chimenea de casa, con la Navidad encima, y viendo tras la ventana la danza de las encinas en su lucha con la gélida brisa que nos barre desde el norte, repaso uno a uno los instantes de este lance. Recuerdo muy bien mi sonrisa al encontrarme al cochino muerto y en mis pensamientos, al mismo tiempo que arrastro la trébede de la lumbre para cargarle más palos, me vuelvo a sonreír y le susurro a San Huberto: «gracias, amigo, gracias por el regalo».
Un cochino por Navidad es un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer