Llevo tiempo resistiéndome a escribir sobre el corzo pero llegó el momento aunque sea solo por razones más que evidentes, si le echamos un vistazo al calendario.
Reconozco que todo lo que he escrito de él hasta ahora han sido relatos de caza y siempre en mis libros. Quizás, bueno, sin quizás, pienso que es un atrevimiento hacerlo sin tener un lance que contar, conociendo todo lo que de este precioso animal se lleva dicho y escrito. Pero ando ya metido hasta las rodillas y no veo otra salida que tirar p’alante.
La temporada corcera acaba de comenzar con las limitaciones (de nuevo) que marca el COVID y les confieso que aunque tengo interés por todas las especies cazables en España, esta me resulta muy especial. Y, entre otras razones, la principal es llevarla a cabo en solitario porque me convierte en responsable único de las decisiones que pueda tomar, para bien o para mal. Cuando meto la pata, intento sacar conclusiones para no repetir el error en la siguiente ocasión y lo tomo, el error, como una impagable lección que el campo me ofrece, aunque el mosqueo, no se vayan a creer, no me lo quita nadie, que quede claro. Vamos, que un poco por lo de «Juan Palomo…», ya saben, y otro poco por orgullo.
Recechar la primavera
Si tuviera que resumir lo más llamativo de la caza del corzo, les diría que el disfrute de la naturaleza en el momento de mayor explosión de vida: en su despertar, una vez pasado el invierno, brotando flores por doquier, pintando el campo de diferentes verdes, con arroyos vertiendo generosas aguas, ofreciendo cielos inigualables al resto del año y con todas las especies asegurando su porvenir, lo que hace al campo bullir…
Añadiría que nada es igual a recechar la primavera oliendo a limpia después de la lluvia caída; a recechar bajo la fina lluvia o un fuerte aguacero, o una tormenta de granizo con alharacas de rayos y truenos o nada de eso y tener una temperatura perfecta para recechar con sol y hasta calor del bueno; o a recechos de tiritones al amanecer que tras el albor se convierten en sudor, en apenas tiempo… ¿En qué otra actividad cinegética podemos encontrar tan variable climatología y durante días? Que no parezca poesía lo que sólo es un intento de describir el campo en estas fechas.
El corzo, caza libre y salvaje
Con el corzo se puede obtener el pleno de sensaciones que uno pueda experimentar, de forma que encontrar el trofeo buscado y conseguirlo llegue a ser incluso secundario porque la verdadera fortuna la encontremos en poder estar en el monte y vivir esos momentos. Si por suerte se logra, la satisfacción es máxima; si no, seguiremos intentándolo porque la recompensa de seguir cazando es casi insuperable para los que amamos la verdadera caza, libre y salvaje.
Es el culpable de nuestros desvelos
A bote pronto, lo más duro que se me ocurre llamar al corzo es: comebrotes, malqueda, robadías, rompevidas, amargatardes, robanoches, tragasermones, secaárboles, pegabrincos, asaltacaminos, duendedepacotilla, etc., etc., en un desahogo en el que no alcanzo a decirle más, ni peor, ya ven. Y añado que es culpable de nuestros desvelos, que nos llevan a la malavida, sometidos al continuo cambio de hora, al que el calendario sin pausa nos aboca, al menos, hasta el solsticio de verano, donde la noche encoge a su mínima expresión.
Esto obliga a pegar unos madrugones en los que escasamente calentamos la cama porque apenas ha pasado un rato desde que regresamos del campo, aseándonos lo justo, cenando ligero y a toda prisa, en un intento de ganarle al reloj una partida que llevamos claramente perdida.
Y todo para recechar, como mucho, un par de horas o tres, con suerte y ¡si la mañana acompaña! Que la tarde, por lo general, en fechas ya de calor, apenas dan para una espera de un ratito y poco más. Se hace duro, la verdad, sobre todo cuando vamos acumulando cansancio y ¡no vemos ni pelo!
Del corzo me atrevería a decir, como de ningún otro animal, que me arranca de lo urbano
Ese desajuste de vida es lo que peor llevo del corzo, capaz de atrapar o hacer desertar al más pintado porque te exige físicamente y cuestiona tu afición con horarios que enloquecen. Su comportamiento no tiene medida, digamos, racional: o se chotea delante tuya o te desquicia tapándose tras pegar un par de saltos mientras te deja con la miel en los labios y se aleja diciendo… ahí te quedas, que te he visto o te he oído, yo primero…
Pero el corzo remueve todos mis argumentos cinegéticos despertándome la pasión por la naturaleza y exprimiendo mis neuronas cuando intento encontrar explicación a sus desapariciones; adónde habrá ido, dónde ir a buscarlo o cómo debo entrarle para ganarle el pulso. Y es que o se presenta sin avisar o se diluye por lo oscuro sin dejar ni rastro al que encomendar una precaria fe que mantenga viva la ilusión y la esperanza de un nuevo encuentro. De este animal me atrevería a decir, como de ningún otro, que me arranca de lo urbano y recupera mi yo más primitivo, haciéndome sentir cazador al cien por cien, con lo que eso significa; pone a prueba si he pensado en todo lo que puede llegar a suceder cuando intento culminar el lance, demostrándome a menudo, más de lo que yo quisiera, que olvidé cerrar alguna puerta o dejé algún cabo suelto.
Pasión por el más pequeño de nuestros cérvidos tras cazarlo en sus diferentes hábitats
Afirmo que se llega a la pasión por el más pequeño de nuestros cérvidos tras cazarlo en sus diferentes hábitats (pensarán que como con todas las especies); lo digo porque no es igual cazarlo en la montaña que en la meseta, ni tampoco donde convive y padece al lobo que allá donde no. Experimentar la diversidad de su caza por tan diferentes territorios, además de enamorar, puede llegar a convertir la citada pasión en obsesión.
Y termino el rececho como tantos otros días, sin haber pegado un solo tiro (mis amigos de León dicen que solo se yerra lo que se tira y por tanto, hay que tirar). Yo no tengo la sensación de haber errado porque siempre cuento lo que siento.
Respeto por el animal cazado
En el baúl han quedado ropas y botas chorreantes de agua por la lluvia o por el rocío primaveral que todo lo empapa. El arma, el visor, los prismáticos por secar. Quedó también el frío de muchos días que abril y mayo aÚn nos harán pasar, añado incluso a junio si por el norte nos tocase cazar.
Sin citar dejé el canto de los pájaros, ni los olores a mil flores que podemos respirar, como tampoco las siestas, de pijama y orinal, que uno ya va delanterillo y el cuerpo va pidiendo descanso. Y muchas cosas más, pero es la principal el respeto. Sí, el respeto por el animal cazado. Si hemos tenido suerte y hemos cobrado la pieza, hay que preparar su carne para llevarla a casa. Es el mayor homenaje que le podemos dar y su degustación será el mejor regalo que vamos a encontrar.
Tal vez hubiesen preferido un relato de caza, pero estos, de momento, quedaron en los libros, terreno más propicio para intimar con el lector aun teniendo presente lo que ya advertía Quevedo: «el que escribe para comer, ni come ni escribe».
Yo lo seguiré intentando, admitiendo de antemano mi derrota segura.