El rincón de "Polvorilla" Relatos

Tras las huellas del león de montaña, por M. J. ‘Polvorilla’

del león Caza
Tras las huellas del león de montaña…

Los ojillos de sus cinco años de edad estaban ansiosos de escuchar la historia. Su hermano de tres sujetaba un juguete con forma de escopeta al que mordía y chupaba como hacen todos los críos. Ambos dos pertrechados de chaleco de caza de camuflaje, cuchillos de mentira y sendas gorrillas tres veces remendadas. Comisuras de los labios con restos de una merienda acaecida, heridas perpetuas en las rodillas y Álvaro, el menor de los dos hermanos, con un chichón en la frente.

Aguardaban nerviosos a que su tío les contara la historia del puma. El león de montaña. El tigre del desierto. O cualquier otro nombre que les permitiera echar a volar más aún su imaginación antes de pasar por el baño y el pijama.

Me vieron desmontar de Talibán. Como dos cachorrillos latosos imploraban subirse a la montura a dar una vuelta al patio. Súplica idéntica llevada a cabo por un servidor un siglo atrás cuando mis mayores regresaban de un largo paseo sobre caballos sudorosos. A mí rara vez me dejaban subir argumentando que los animales venían cansados por ello intento subirles y cumplir su deseo de sentirse elevados sobre las alas invisibles del noble bruto.

Tras ese rápido paseo de un par de vueltas en círculo por el empedrado, les desmonto, desaparejo y ducho a Talibán. Lo dejo secar y serenarse mientras me siento en el porche. Me miran los ojillos penetrantes de dos seres impacientes. Les prometí contar la historia del arañazo que tenía en el antebrazo producido por un alambre y que transformé en un cuento para mis sobrinos. Les llaman para la ducha, pero antes les debo la fábula. Subo a cada uno sobre mis rodillas, simulando el trote de los caballos y allá les lanzo:

–Faltaba una hora para el alba. La luna jugaba con las sombras de una noche de mucho frío y hielo en los Andes. La blusa del amanecer cubría de blanco escalofrío todo lo que alcanzaba la vista. El paso de los caballos hacía crujir los charcos del camino –aquí movía las rodillas despacio, simulando el paso acompasado propio de un jamelgo–.

Los ojillos de Manuel, el hermano mayor, se abrían mientras me decían:

–¿Y qué más…?

–Los caballos avanzaban nerviosos, pues hacia dos noches apareció una oveja muerta en el rancho atacada y muerta por un gran animal. Tenía las garras afiladas y los colmillos grandes y amarillos. Tenía una cicatriz en el ojo izquierdo producida por la pelea con otro puma. Era el león de montaña más fiero de aquel lugar…

Manuel se removía en su montura imaginaria, agarraba el cuchillo de mentira con nervios y decía:

–¿Y qué más?

–Seguimos avanzando hasta que el día comenzó a aclarar. Vimos un grupo de ciervas que careaban nerviosas por un prado. Dos venados les daban con los cuernos a las más rezagadas porque algo en el ambiente no les gustaba. La tensa calma de un amanecer que traería recuerdos imborrables…

Manuel seguía muy expectante, ansioso por ver aparecer los ojos rajados y ambarinos del felino. Álvaro mordía su escopeta de plástico, ojiplático, con cara de incertidumbre, emoción y miedo.

–¿Y qué más?

–Seguimos avanzando por la trocha, más ligeros, al compás que las herraduras de los caballos marcaban en el barro y rompían el gélido amanecer de una mañana que no olvidaríamos. Chas, chas, chas…

Los niños se movían sobre las rodillas, sabían que el momento se acercaba. Manuel insistió:

–¿Y qué más…?

–De pronto nuestro perro llamado Fuego, quedó erguido y serio mirando al infinito. Bajamos del caballo y junto a nuestras huellas estaba el rastro de un gran puma que había pasado hacía pocos minutos. Fuego gruñó sordamente, los caballos relincharon, metí una bala en el cerrojo y me aseguré de tener el cuchillo en el cinto…

Los ojos de los dos pequeños, idénticos a una lechuza en plena noche, eran tensos y reflejaban cada detalle de la historia. Manuel asía su cuchillo de plástico y Álvaro, más pequeño, se removía sobre mi pierna mientras mordía su juguete intentando no desmontar de su montura imaginaria…

–¿Y qué más?

–De pronto Fuego salió corriendo hacia unos arbustos, subí veloz al caballo y salí a galope detrás del dogo argentino. Los caballos relincharon y el perro iba directo a algo que acababa de ver entre la maleza. El galope de los caballos se hizo estrepitoso, el gaucho sacó su látigo y su revólver. Yo descolgué el rifle, lo sujeté con una mano mientras con la otra llevaba la rienda  y volábamos a tumba abierta con el aire en la cara sobre aquel terreno.

El movimiento de las rodillas se aceleró, Manuel sacó el cuchillo de plástico y agarraba a su hermano que se mantenía a duras penas en su otra rodilla. Todos sabían que el desenlace estaba a la vuelta de ese galope…

–¿Y qué más?

–Llegamos al barullo, el dogo peleaba con el puma y desmontamos el gaucho y yo cuchillo en mano. El puma me dio un zarpazo y caí al suelo, por eso tengo la cicatriz en el brazo, el perro estaba herido y el rifle lo tenía a mi lado, pero no en mi mano. El león de montaña me miró con sus ojos rajados y ambarinos, me enseñó sus colmillos gruñendo y cuando iba a saltar hacia mí…

Manuel necesitaba esa respuesta, la del rifle que agarré, el cuchillo con el que su tío remató al gato, la coz del caballo o la salvación del perro. Pero aquel bicho gatuno tenía que dar con las tripas en tierra. Cuando me disponía a rematar la historia, mi querido Alvarito, el hermano menor que segundos antes estaba peleando por no caerse del caballo de la historia, me mira con ojillos de conejo, tira la escopeta de plástico al suelo y sentencia:

–¡Tío Lolo me he meao…!

Tras las huellas del león de montaña, por M.J. “Polvorilla”

 

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