Permitidme que os cuente algo sobre el día de ayer. A las 13,15 acababa de matar el tercer guarro.
Con una luz magnífica, en mi puesto, un bonito y suave barranco, espeso de vegetación, recapacité, aún más de como lo había hecho al empezar el día, sobre la maravilla del entorno físico y humano de esa jornada.
En mi modesta trayectoria cinegética matar tres guarros no es algo habitual; no es aislada, pero para nada habitual. Era un día especial, más que por el resultado por la satisfacción de la segura y sincera alegría que mostrarían mis compañeros de caza, hubieran tenido la suerte que fuera, como así ocurrió.
En ese momento miré al muy azul cielo y tuve un recuerdo especial para alguien que no estaba ya y que, de habernos acompañado, hubiera disfrutado más que nadie del triunfo ajeno. Y en bajo, como bisbiseando un padrenuestro, recité un poema que escribí en su día pensando en él, todavía vivo, pero con la seguridad de que se nos iba. Yo era entonces completamente conocedor de que no le vería más, respetando la intimidad del círculo familiar más estricto en su adiós a la vida, que entonó más heróicamente, por más que menos sinfónico que Cavaradossi en ‘Tosca’ (‘E lucevan le stelle’).
Sólo ayer reconocí a su hija que ese poema era el que realmente había hecho para él, apenado por su inminente muerte, pero que, por haberlo acabado todavía vivo, me pareció mal decírselo entonces. Su muerte era segura; a mí ya me había dado su adiós, pero seguía con ellas.
Ese poema es realmente mi adiós poético a mi tío Paco y quería que testimoniara su legado, aunque procediese de una pluma mediocre cuyo sentimiento no da mayor valor a su nivel literario. Muchos ya lo conocéis:
EL NOVIAZGO ayer
Latido de perro, mensaje de can,
nervios de montero ¿por dónde vendrán?
El novel montero se quiere morir
cuando rompe el monte ante su postura.
Los nervios recrecen y embota el sentir
negándole al joven resto de cordura.
De entre la maraña de brezo y de jara
surge como un rayo la fiera serrana
y detrás los perros que acosan y ladran
fieles a su instinto de cuna de caza.
De pronto la mano que dirige el arma
corre suavemente, con firme presteza,
logrando llegarle el plomo a la pieza
que en gran voltereta rueda ya sin alma.
Y el joven sonríe mirando hacia el cielo.
Ya no tiene nervios, se siente montero
cumpliendo en los lances igual que su abuelo.
¡Va por ti, maestro, señor que venero!