
Siempre me gustó abril. Es un mes pródigo en bondades para el campo. Huele a inciensos de Semana Santa, a romeros que estallan en su morado privameral. Los brezos están preñados de flores, los paniquesitos, las margaritas… Las jareñas con sus lágrimas de sangre marcando la base de los pétalos. En abril las aguas bailan con los días de sol y éstos últimos estiran los pastos y brotes que buscan la luz. Las abejas comienzan a trabajar y teñir con sus zumbidos el transcurrir del día.
En abril el sol achicharra y la sombra te pasma. Es un mes de mente agitada, que llora con tormentas y ríe con mañanas soleadas que doran la piel. Abril es la llave del año. Es capaz de arreglarlo todo o destrozarlo todo también. Es un mes caprichoso, como la guapa e inmadura de la fiesta, que baila con quien le da la gana y según le venga el aire. Con los fríos o con los tórridos. Así es abril.
Pocos placeres existen mayores, lo juro. Arrancar a media mañana con una legión de amigos, todos jinetes. Pasear los campos, cruzar los abundantes regatos que este año derrochan energía. Hacer un alto en el camino donde poder comer un buen arroz en mitad de una dehesa. Tumbarse bajo una sombra a escuchar crecer la hierba mientras los caballos, libres de sus arreos, comen a boca llena con el pasto hasta los corvejones. El murmullo de un escuadrón que campa gozoso aún con las marcas de las monturas sobre su lomo.
Me encanta ver al Talibán amparado de su fiel Dinamita, castaño y torda, apartados tímidamente de los otros, gozando de la primavera en todo su esplendor. Le vi revolcarse -qué importante es que se revuelque un caballo después de un buen paseo- síntoma de que se encuentra bien, estire sus músculos y luego se sacuda. Eso y que estercole, así el jinete queda tranquilo de que el atracón de hierba le pueda producir un cólico. Qué delicado es este animal. Dicen que Dios nos presta la libertad cuando subimos a su lomo.
Analizo el día. He visto varias perdices hechas pares. Las ciervas ya están barrigonas y los corcinos a boca de parir. Los gamos grandes ya han desmogado, pero los paletos menos terciados aún siguen vistiendo sus palas. Los corzos siguen marcando territorios para que ningún ajeno les pretenda derrocar. Corretean al atardecer y amanecer cuando algún mozalbete con energías y descaro intenta invadir las alfalfas que el macho dominante tiene por castillo. Las avutardas se solean y hacen la rueda con barbones imponentes que dan colorido y elegancia a las estepas castellanas.

Dormitando en mis pensamientos me acuerdo de que he visto varias veces al raposo correteando por la zona de la casa. Veo varios que temo y persigo para que no dañen a la caza menuda. Pero tengo uno aquí cerca que usualmente me ve y no se espanta. Se come el pienso que le echo a los perros y me gusta ver el amanecer bordeando su silueta elegante y astuta, mientras desde la ventana observo cómo caza topillos o corretea por entre los montones de paja que guardan siempre alguna culebra, ratón o pajarillo que echarse al estómago.
La otra tarde lo vi lozano con una perdiz en la boca. El primer sentimiento no fue bueno. Serené mi ánimo cuando vi que a pocos metros, escondida, estaba la hembra con mirada misteriosa e inocente. Tenía las ubres mamadas. Es uno de los primeros días que sale de la zorrera para llenar el estómago y poder seguir cuidando a la media docena de gandanos que tendrá. Aquí tienen que vivir todos en este ecosistema y no es menos cierto que esta mañana una perdiz chocó contra mi coche quedando alicortada. Seguramente el zorro le está dando buena cuenta porque en eso consiste la naturaleza: matar o morir.
Sigo la figura del zorro que lleva su presa y -ahora sí- le sigue la hembra con ganas de compartir la merienda. Qué lástima no haber tenido la avidez de sacar la cámara. Pero la imagen era tan hermosa que no había objetivo posible que captara tanta armonía.