El rincón de "Polvorilla" Relatos

Montear a caballo; por M. J. ‘Polvorilla’

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Montear a caballo…

Pocas experiencias más hermosas se pueden experimentar en la naturaleza que recorrerla a caballo. Creo que muchos cazadores y jinetes no son tales, pues lo que realmente les llama es el campo. Un servidor los define como camperos, pues la excusa para ir a su medio de expansión es la caza o el caballo. Si uno fuera únicamente tirador, con disparar en una galería de tiro le sería suficiente. Lo mismo si sólo vas a un picadero sin tener interés en salir a rodar terrones a algún barbecho. El verdadero cazador o jinete –desde mi corto entender– es aquel que se surte de un caballo o una espingarda con la excusa de recibir el ábrego en la cara y de mancharse las pantorrillas de rocío o de sudores de la montura.

Si amas las dos ¡ay, qué mieles puedes paladear! Un amanecer fichando corzos a lomos de Talibán, un atardecer tranqueando los trigos que se mecen generosos de míes y acarician las corvas de tu caballo. Cruzar la entraña de una sierra mientras sientes el pálpito del monte entre perros y venados. La combinación más hermosa que he visto es un caballo tronchando monte mientras es testigo del desarrollo de una bonita mañana de montería.

Ojo, no es oro todo lo que reluce. Montear a caballo no es pasear. Hay que enseñar al noble bruto, que esté muy campeado, que sepa cruzar un arroyo, no descomponerse cuando el monte te cubre la cabeza, saber aguantar los tiros que se traga la tierra, las ladras, los agarres. Y más importante aún es que los perros con los que vayas a montear estén acostumbrados a las caballerías, las respeten y no se enciendan en una lucha estúpida por intentar agarrar al caballo. Es un tema aislado pero que hay que tener presente por si algún cachorro aventado quisiera estropear el escenario. Por suerte existen muchos perreros que tienen bien enseñados a sus perros de lo que es bicho montuno de lo que es un caballo con un hombre encima.

El bautizo de sangre de todo caballo montero se lleva a gala en su primer agarre. Recuerdo perfectamente el de Talibán, allá en la umbría de la Sepultura, en las bravías tierras donde se abraza Extremadura y La Mancha. Mi célebre Asesino había muerto de un infarto y me había quedado cojo para batir las sierras de Dios. Apareció este animal que se ha hecho inseparable en mi vida.

Lo recuerdo como si fuera ahora mismo: han pasado dos lustros ya, pero ladró un perro del Pantas. Era un perro zarco y burraco creo que se llamaba Pirata. Al latir a parado el podenco cruzado se unió el grueso de la recova. El marrano buscó lo más sucio de la umbría en unos brezales que se aprietan y son complicados de cruzar erguido –y mucho peor a caballo–. Recuerdo que venía mi padre –qué gran jinete es mi padre– a lomos del Pancho, el caballo más viejo y serio de la casa, y salimos fuertes a rematar el trabajo de los perros.

Talibán es un tanque, pero aquel día buscaba el amparo de su colega ya que lo nuevo siempre asusta. Trochamos lo que por delante se nos puso y llegamos al agarre de un marrano de cinco arrobas de peso. Allí mismo lo ajusticiamos. Llegaron los perreros y dieron resuello a los suyos mientras echaban un cigarro.

El Pantas lleva monteando El Zumajo desde que tengo memoria. Mi padre y él tienen una relación especial de muchos días juntos. Se miran y no se dicen apenas nada. Pero se entienden y se respetan. Acabada la faena perros, perreros y caballos íbamos a salir de allí. Pero todos sabían lo que acontecía: el viejo perrero que me vio echar los dientes me imperó:

– Niño, ya sabes lo que hoy toca.

Metí las manos en el costado del marrano y me las pringué bien de sangre. Se la pasé por los ollares y el hocico. El olor a sangre siempre impone a los caballos por ello hay que «emborracharlos» para que se acostumbren. Acto seguido me subí con dificultad, había muchísimo monte. Nos miramos todos sabiendo que era lo siguiente y con ayuda de otro perrero me echaron el marrano sobre la perilla de la montura.

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Talibán no estaba cómodo, se quería botar. Pero el monte es fuerte. La trampa en la que le habíamos metido era justamente para eso –para enseñarle–. Mi padre abrió camino por donde el Pancho consideró. Talibán bufaba y apretaba, pero el brezal era tremendo y no le quedó otra que serenarse. Despacio fuimos saliendo a una trocha y de ahí a la armada de la Cuerda donde un puesto aguardaba viendo el espectáculo. Salieron los dos caballos rodeados de la rehala de mi amigo Pantas. Anduve hasta el puesto a golpe de mosquero y allí mismo, tras palmear en el cuello a mi Castaño, le dejé caer su primer cochino. Lo olisqueó, resopló y le sentí vibrar.

Mi padre saludó al puesto y me indicó que teníamos que volver a la mano de los perros para dar bien la última hoya –la que pega a Garrapatones– que ahí los venados siempre rebozan y hay que cortarlos con los caballos en la parte alta para obligarlos a salir. Qué importante es la experiencia de los años…

Camino de la casa sentí a mi caballo mecer el mosquero alegre y gallardo. Dos perros de la rehala venían bajo nuestro amparo camino de la casa. Llamé por la radio a su dueño para decirle que me hacia cargo de ellos y que los recogiera cuando fuera a cobrar. Mi padre iba ágil y firme. Tenía 70 castañas y seguía monteando su finca a caballo. Muchos días hemos compartido así pero aquel día sentí especialmente que me dejaba los trastos de seguir su relevo. Hablamos poco durante la mañana, pero señalando a Talibán me confesó:

– Ese ya se ha tragado la primera sin rechistar. Con la fuerza que tiene va a ser un gran caballo de caza.

Y vaya que si lo es… Más de trescientas llevamos juntos y no deja de sorprenderme. Si los perros de la rehala están acostumbrados y respetan las caballerías, les aseguro que no existe una experiencia más hermosa.

Montear a caballo, M. J. “Polvorilla”

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@Lolo De Juan

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