Ver jugar y ganar a Nadal en una final de Roland Garros es un espectáculo que me he perdido casi siempre.
Las primeras finales siempre fueron cuando yo estaba o entrando o saliendo de Montreal con cazadores de osos.
En los últimos años o han sido elefantes o safaris en Paoland.
Recuerdo una vez de elefantes en un hotel de Bulawayo, que antes de contratarlo pregunté si podría ver el partido, y lo vi, pero en un salón yo solito, la tele de mi habitación estaba un tanto chunga.
«Si Nadal gana este set, en el tercero le mete un rosco»
El pasado domingo después de dejar a un grupo de amigos en el aeropuerto, había previsto ver el partido en casa de Barry, y este, poco aficionado a los deportes en general, me puso la tele, me buscó el canal y me dejó solo.
El partido no tuvo mucha historia, Barry me vino a ver preguntando si empezábamos con los gin-tonics, pero era muy pronto, y cuando el noruego se puso 1 a 3 en el segundo set le dije a mi anfitrión: «Si Nadal gana este set, en el tercero le mete un rosco», y se quedó viendo como se cumplía mi pronóstico, a la vez que se alegraba de la corta duración del partido, ya que no retrasamos más la preparación del ingenioso invento –de mezclar ginebra con agua tónica y una rodaja de limón– que idearon los ingleses en la India para luchar de forma grata contra la malaria.
La soledad del final La soledad
Volvía ya cenado a mi casa de Paoland pensando que Nadal estaría meditando lo que ha conseguido, pero también que no lo volverá a repetir, y mientras daba botes con el Toyota en el camino de tierra, pensaba en Kiri (Botswana), en Ruaha Sur (Tanzania), en Le Domaine (Canadá), en La Joya de la Corona (Reservas Estatales del Cabo Oriental, Sudáfrica) y en tantos otros lugares, fueron muchos ‘grand slam’ cinegéticos, que no volveré a repetir, el inefable dios Cronos no me lo va a permitir.
Rafael Nadal se quedará en su academia de Manacor, yo me quedaré en mi academia de Paoland, quizás rodeados de mucha gente, pero acaso solos y muy felices.