«Dale limosna, mujer, que no hay en vida nada, como la pena de ser, ciego en Granada», Francisco de Icaza
Ser vidente pero ciego a la luz del amanecer, al glorioso derrumbe de un rojizo sol en África, a los tenues colores otoñales, al vivo color blanco de la nieve, al verde esplendor primaveral, es como no ver Granada.
Cuando ahora retumba el magnífico bramido cervuno, preludio a la ronca del paleto, que se mezclará con la algarabía montera de los perros, para más tarde asistir al celo de cabras y carneros, mientras aletean raudas las perdices esquivando los erráticos plomos de las escopetas, todo será un maravilloso espectáculo de caza, de vida.
Intentan conducirnos pacíficos a las anónimas majadas de la indiferencia
Intentan cambiarnos, prohibirnos, conducirnos pacíficos a las anónimas majadas de la indiferencia, no digas, no hagas, no pienses, no veas.
Pero mientras engrasas tus archiperres, acariciando la piel de tu morral, de tus defensas, de tu catrecillo y lustras tu encuerada chaquetilla veterana, como preludio histórico ante la nueva temporada, añorando te paras a reflexionar.
¡Qué pena, cuánto ciego hay en este mundo! Que no van a poder disfrutar de la eterna primavera del cazador, de la ilusión, de la amistad, del frío, de la nieve, del calor, del viento.
¡Cuántos van a pasar su existencia sin ir nunca de caza! del cazador
¡Cuántos ciegos videntes se van a quedar en su vida sin ver ‘Granada’!