
Debió ser el destino porque llevaba unos días dándole vueltas sobre qué escribir y la idea que iba tomando forma era hacerlo de gazapos, errores, indultos, etc. Llámenlos como prefieran, pero saben a qué me refiero porque, como decía mi suegro, «esa familia es muy larga», tanto que creo que estamos todos.
Hace un par de domingos, tras la cacería, en los postres andábamos cuando nuestro compañero y amigo Felipe, que no sabía nada de mis intenciones, va y me cuenta esta buena historia que terminó por despejar mis dudas. Aquí se la dejo.
ENCUENTRO EN MONTE OSCURO
Así se arrancó el bueno de Felipe con el relato:
«Se daba el monte del nacimiento del Cea (León), Monte Oscuro se llama, y me tocó en el hondo por el que discurre el río. El encajonamiento solo deja cabida al estrecho cauce y a un sendero que discurre a la par. La maleza espesa el lugar de tal modo que la vista solo alcanza unos metros más allá y no en todas direcciones.
Me entretuve paseando la trocha que los animales, en el ir y venir, han ido marcando. En estas andaba, y nunca mejor dicho, porque tras tropezar varias veces con la misma rama, decidí apartarla y echarla a un lado, contra la orilla del río.
Mientras, todo seguía tranquilo, hasta que…»
La calma la vino a romper un jabalí que habían levantado en la zona alta de la mano. Iba de ladera, sabedor que los perros no le perdían el rastro y tal cual apareció le mandé la primera bala. Con la segunda pegó un requiebro de 90 grados y bajó hasta el río buscando la huida por aquellos apretados andurriales, menos expuesto.
Prosiguió Felipe con la increíble historia:
«Me lo encontré de frente. Venía ligero. Con la tercera bala, a atranca cañón, solo conseguí que abandonara el sendero, pero, lo que son las cosas, ¡fue a huir por el mismo lugar donde aparté el madero! tropezando con él, cayendo hacia atrás y ¡¡¡pegando una voltereta!!! A metro y medio mío y yo ¡sin balas!»
De circo, vamos.
Nuestro amigo Juan, desde la otra orilla, esperaba su oportunidad en la siguiente postura, pero se quedó con las ganas de cobrarle las cuentas pendientes que le había dejado a Felipe, vamos, la factura por el plomo dispensado. El palo tuvo la culpa, ¡¡ay el palo, Felipe!! ¿No lo podrías haber echado hacia el monte en vez de cruzarlo en la salida que buscó el jabalí para vadear las aguas del recién nacido Cea?
Felipe concluyó:
«¡Y quién podía imaginar…!»
Apretó la carrera tras oír ¿cercano? el tercer disparo y siguió aguas abajo, sin cruzar el río. En su huida, terminó asomando la jeta por la postura que ocupaba Sergio que, tal fue el susto que se llevó viendo cómo surgía de entre la espesura aquel soberbio jabalí, y a tan escasa distancia, que no tuvo mejor reacción ni tiempo tampoco que, a sobaquillo, sin encarar el arma, soltarle un par de mandaos que sonaron como las salvas de bienvenida a un jefe de Estado, aunque sin llegar a intimidar siquiera al suido, que todo hay que contarlo.
Morir camino del nacimiento
El jabalí debió creer que aquel era su día de suerte, pero, aunque se libró de perder la pellica al paso de tres posturas diferentes, se puso al alcance de José Antonio, traumatólogo de profesión, cuarto cazador en el turno de oficio aquel memorable día, al menos para él, y, de buen grado, aceptó aquella visita y eso que se presentó sin solicitar la correspondiente cita previa. Con todo, el bueno de J.A. intentó examinar sus articulaciones cuando cruzaba los prados que dominaba desde su puesto, aunque sin fortuna, hasta que, saliendo del valle y escurriéndose ladera arriba, con el tercer y último disparo a este valiente le consiguió extender el certificado de defunción cuando alcanzaba el camino que conduce al nacimiento, lugar donde entregó definitivamente la cuchara. El destino y sus paradojas: morir camino del nacimiento.
Si todo esto le ocurrió en su último día de vida, ¿imaginan qué no habría vivido este guerrero en sus años de existencia?
Sean ustedes traumatólogos, taxistas, mineros prejubilaos, jueces o testigos…, por favor, ¡no se guarden las novecientas noventa y nueve historias restantes!
Cuántos tesoros no habrá por ahí perdidos…
Una de mil historias por contar, texto y fotografías de Ángel Luis Casado Molina
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